miércoles, 6 de noviembre de 2013


El atropello médico del que di cuenta anteriormente, y que viene repitiéndose con cruel regularidad cada cinco días, me ha devuelto a la memoria las conminaciones del padre de Arturo Scopenhauer, de nombre Heinrich Floris (comerciante a quien los desvelos de sus cuentas precipitarían fatalmente al suicidio), a su hijo -decidida ya la carrera de Arturo como futuro mayorista en Danzig-, invitándole el primero en sus cartas a mantenerse erguido en la silla, no fueran a confundirle con un sastre.

“Una compostura adecuada es tan importante en la mesa del despacho como en la vida ordinaria, pues cuando se ve a alguien en los salones encorvado sobre sí mismo, se le toma por un zapatero o por un sastre disfrazado” . Y continúa: “Quisiera confiar, y te ruego que lo pongas en práctica, en que irás tieso como otros hombres, de modo que no se te doble la espalda, lo cual produce una impresión nefasta”.

La madre de Arturo, la exitosa escritora Johanna Henriette Trosenier, íntima de Goethe, iba más allá en sus reconvenciones: “…eres fastidioso e insufrible y considero penoso vivir contigo… utilizas un tono oracular para definir las cosas, sin plantearte siquiera una objeción. Si fueras menos de lo que eres, serías sencillamente irrisorio; pero de este modo eres irritante en extremo…”.

Y cierra el censo familiar su despechada hermana, Adele Schopenhauer, a quien un visitante habitual de las veladas en Weimar habría descrito como una damisela “de una extrema inteligencia, sólo superada por su fealdad”, quien, fatalmente enamorada de un soldado huido, se abandonó sin inhibiciones “a la fuerza mitógena y glorificante del recuerdo”, apuntala sin compasión R.Safranski, biógrafo del pensador alemán.

De los múltiples episodios que trufaron la accidentada relación del filósofo con su tórrida familia, tejida de odios, invectivas, celos y velados reproches, destaca, por su estilizada crueldad, por el femenino ingenio  de su aguijonazo envenenado, el capítulo en el que la víbora materna encuentra sobre la mesilla un estudio de su hijo que llevaba por título Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente (disgresión postkantiana que granjearía a Schopenhauer el doctorado en la Universidad de Jena en1813), hallazgo éste que empujaría a Johanna a inquirir a Arturo, con falsa inocencia, sobre el contenido de “esa redacción suya para boticarios” (¡!!).

Con este panorama, el pensador alemán abandona en 1813 el terrario doméstico de Weimar y, afincado en Dresde, vomitará al mundo en los siguientes cuatro años su catedralicio El mundo como voluntad y representación, manualillo de dos mil páginas cuya conclusión fundamental viene a denunciar la vacuidad del cielo todo y la falta inmisericorde de tutela o esperanza alguna de nuestra existencia.

Ningún cielo ha besado en secreto a la Tierra, de modo que esta tenga que soñar ahora bajo el fulgor de la floración.

Nada le debemos, pues, al inhóspito cielo, decididamente vacío. Liberados del peso de nuestras esperanzas, bien podemos caminar con la espalada erguida, pienso para mí, ligeros como una briznilla de hierba bailando al viento.