viernes, 30 de diciembre de 2011

 
Palabras como brazadas en el agua.

                              Palabras para no ahogarse uno.

                              Porque a mis espaldas
                              sólo tengo ya el rincón
                              al que el peso del mundo
                              me ha empujado.

                              Palabras para acompañar con música
                              esta danza absurda,
                              este vaivén de bestia enjaulada.

                              Ni un segundo de distracción,
                              ni  un segundo de derrota.

                              Y cuando las palabras se acaben,
                              la risa,
                              irreductible, innegociable, irrecusable,
                              inevitable.

sábado, 24 de diciembre de 2011


La alarma del despertador me devuelve a la ingrata vigilia de un nuevo día , y con ella a la amenaza de una jornada idéntica a la anterior y anticipo, a buen seguro, de otra igualmente indistinguible. El tiempo saltando a horcajadas sobre el tiempo.

Puedo escuchar desde mi dormitorio, la oreja pegada a la puerta, el siseo reptil de la asistenta en el pasillo, desempolvando el rodapié o aplastando algún insecto imaginario con calculada entrega. Cesa el ruido abruptamente; intuyo ahora, sin asomo de duda, la cadencia asesina de su respiración del otro lado de la pared; su aviesa mirada en dirección a mi habitación, enmarañado el pelo, palmeándose el estómago en un gesto, estoy convencido, desafiante. Debilitado por un sueño difuso, del que aún no me he despegado, renuncio a cualquier confrontación doméstica y me deslizo por la puerta sin ser visto.

Erguido el mentón, avanzo con decisión marcial por calles todavía vacías; alineados como peceras mudas, un tribunal de escaparates asiste a mi desfile callejero; sobre los tejados, y entre las antenas, el vuelo temprano de algún pajarete a nadie, salvo a mi, parece incumbir.

Decido tomarme un respiro en un parquecillo salpicado de bancos por los que un chucho contrahecho va repartiendo orines con pausa y ceremonia; entre los arbustos asoma, de cuando en cuando, un pensionista ocioso, aferradas las dos manos al plástico arrugado de una bolsa de contenido impenetrable. En la comodidad de mi propio asiento, me abandono al mortal languor del que tanto previene Schopenhauer: “la parálisis, leo en mis notas, “que se muestra en la forma del terrible y mortecino aburrimiento, de un fatigado anhelo sin objeto determinado”, y que se extiende ahora, imparable, por todo mi cuerpo.

Tumbado en el banco sin decoro alguno y con la libreta enfrentada al cielo, continúo el repaso de mi pequeño vademécum: en el sabio alemán encuentro con sorpresa el remedio a mi creciente postración, que no es otra que mi condición de artista y “el consuelo que procura el arte, y el entusiasmo del artista al que le hace olvidar las fatigas de la vida”. De este modo, el elogiado creador, leo con asombro, fascinado, “contempla el espectáculo de la objetivación del mundo: se queda parado en él, no se cansa de contemplarlo y reproducirlo en su representación”.

Detecto un pálpito premonitorio, anuncio de una de mis habituales pugnas con un mundo cuyo peso, quiero convencerme, ya no me intimida. Así, incorporado ya en el banco, desde la contemplación más decidida, el ceño fruncido y encimada mi cámara, transmuto el vientecillo, que agita las hojas, en una suave caricia; para cada pájaro y piedrecita encuentro un nombre y un propósito; incluso el cuasimodo canino, que se acerca obsequioso, meneando su rabito pelado, tiene su lugar en este cuadro de armonía, al que mis atributos poéticos han concedido un nuevo orden.

Envanecido por mi osadía prometeica, apoyados ahora los codos en el respaldo del banco,  reflexiono sobre el acto de representación: la vida convertida en espectáculo, pienso para mi, libre de tribulaciones, re-presentada en este acto de ilusionismo que los creadores todos, payasos de chistera, escenificamos en nuestro teatro particular. Nada se me antoja más irreverente  que el acto creativo, en cuya esencia, sigo pensando incontrolado, esta la reinvención del mundo y, en último término, ¡la negación absoluta y taxativa de Dios!

Cae el telón y vuelvo a la realidad del parque, alarmado por las consecuencias de mi acto, de mi  réprobo atrevimiento. El perrete, ahora malquistado, reclama con bufidos el banco del que ya me estoy levantando. Con mi defección vuelven los pajarillos a su vuelo incierto; un viento errático agita ramas y papeles por el suelo. De esta escena, sin orden ni concierto, huye su director entre las sombras.

En la puerta del apartamento, ahora vacío, reconozco mi derrota, la futilidad de un asalto a la vida nuevamente frustrado, sin otro logro que el halo de estas imágenes, que uno no sabe bien si emplazar en el recuerdo o en la ilusión del sueño, que bien podrían ser lo mismo.

viernes, 16 de diciembre de 2011

El dolor ha frenado mi carrera y me ha tumbado impotente en la hierba húmeda que rodea la pista. Paralizado, me abandono a la lluvia de este día gris y contemplo las nubes altaneras pasearse sobre mi rostro.

Por el rabillo del ojo veo acercarse dos siluetas familiares, una oronda, trastabillando la otra, Sancho y Quijote descabalgados: “Trece vueltas”, me espetan al unísono. “¿Cómo?, respondo desconcertado. “Hoy sólo trece vueltas, ¿la lluvia?”.










sábado, 10 de diciembre de 2011

Cierro contraventanas y corro cortinas para precipitar el final de una jornada que no llega nunca. Un pequeño transistor, que la asistenta ha olvidado encendido, vocea un listado interminable de desarreglos planetarios: a la alarmante falta de neurocirujanos parece sumarse la acumulación incontrolada de neumáticos, de caucho pestífero e irreductible; masas forestales de escala continental y antigüedad pleistocénica desparecen en un cruel segundo, arrastrando a tribus igualmente primigenias… El grifo, mal cerrado, mantiene un goteo airoso, ajeno en todo al apocalipsis radiofónico. No parece existir mas ley que la de la gravedad, continúa la radio, en la que Stephen Hawking, ha reconocido la causa en sí , la explicación absoluta de un universo infinito en el que, sin embargo, parece, ya no hay sitio para Dios.

El anuncio radiofónico de la ausencia de Dios y mi presencia sola en este universo descabezado me devuelven un aplomo que creía perdido con el que decido enfrentarme al folio en blanco que me espera en la mesilla. Voy a preparar mi embate a un dios inexistente, me digo, al que hurtaré el fuego con el que  alumbrar el pasillo de estos días que no acaban nunca.  Con firmes brochazos poblaré mis paredes de jardines imposibles y pajarillos cantarines; reescribiré la vida con el talento de un Miguel Ángel retrepado en su andamio sixtino, hasta someter el cielo a mis designios iluminados.

Acodado sobre el blanco de las hojas,  doy comienzo a mi escritura prometeica: con la autoridad de un soberano en su feudo, declaro prohibidas rocas y cadenas, desterradas todas las rapaces y proscritos los sabios; bienvenidos, por decreto, todos los necios de firmes piernas…

Al paso de los minutos, sin embargo, la lengua fuera y el pulso acelerado, comienzo a anticipar una nueva derrota. Releo mis notas erráticas con  creciente repulsión: el trazo de mi genio, con el que pretendía alumbrar un nuevo Edén, resulta un pobre trampantojo sin más perfume que
                                                                                   mi jadeo entrecortado y
                                                                                   sin otra música
                                                                                   que el eco
                                                                                   de mis trompicones
                                                                                   solitarios.

En el límite del desmayo y la rendición mas absoluta, con la silla como único apoyo de mi trastornado equilibrio, acuden a mi memoria el consuelo y compañía de estos versos:

My love looks fresh, and death to me suscribes
since, spite of him, I´ll live in this poor rhyme  
(Mi amor permanece invicto y derrotada la Muerte,
a cuyo pesar, en esta rima, vivo y me hago fuerte)

con los que Shakespeare puso una nota de aliento a esta danza insensata que es la vida.

Mecido en la cadencia del soneto salvador, aplazo, una vez más, mi combate con el folio y me arrastro a la cama, agotado el cuerpo por las mil batallas del día. Me envuelvo en las sabanas familiares, que nunca debí abandonar, y caigo en el pozo de un profundo sueño, interrumpido súbitamente por el campanilleo del cruel despertador que anuncia, intempestivo, el comienzo de un día nuevo, tal vez ya consumado.

lunes, 5 de diciembre de 2011


Me acodo en la ventana desvelado, atraído por los maullidos de un gato que huye en la noche, dibujando con su cola una interrogación. Una línea de luz divide en dos la calle y alumbra un teatro de farolas sin otro público que sus sombras. El escenario perfecto para un crimen que no cometeré, pienso para mí.

La nostalgia de todo lo que no ocurrirá se extiende con su familiar cosquilleo por mi cuerpo. Suspendido en la alfombra que salva mi caída, busco a tientas el apoyo del colchón. Soy mis silencios, me digo, tumbado ya,  aferradas las dos manos a las sábanas aún calientes, soy lo que ignoro y los lugares que no ocupo, soy mis recuerdos y todos los anhelos incumplidos, todo eso soy y nada. Somismo en esta pred algún salto quieto, algún cormodo en estatienta y a la vez…

Comienza, en el interior del armario, un ronroneo felino, convertido pronto en feroces arañazos que terminan por abatir el mueble. Con el estrépito de la caída recibo un empellón que me empuja fuera del sueño. Despierto sentado entre sábanas revueltas, agitado por la amenaza del licántropo doméstico y  el crepitar obstinado del despertador, que no cesa.