miércoles, 26 de junio de 2013



Las lluvias han demorado este año la siega en U. La  colina frente a mi ventana exhibe con retraso sus galas primaverales, con el nuevo peinado de líneas irregulares perdiéndose en el horizonte verdiazul del mediodía. Sobre la hierba desmochada y recién cortada vuelan excitadas las ratoneras, devorando el festín de reptiles que la cortadora ha descubierto a la luz. A la izquierda del rectángulo segado de campo descansa una yeguada clavada en el paisaje con sus potrillos tumbados indolentes entre la alta espiga, sin más tarea que algún coletazo ocasional para espantar las pesadas moscas. Escribo como un intruso incrustado en esta viñeta de armonía, en la conciencia indubitable de que, en este preciso instante, el tiempo ha dejado de existir.   

Leo estos días al ambigüo Pierre de Melville y sus paseos baudelerianos: “El silencio continuaba presidiendo la escena; el camino se extendía por una zona apenas habitada y sobre unos campos que nunca se habían abierto al yugo de un arado, las durmientes seguían sumidas en su profundo sueño. Su terrible humor se estaba convirtiendo en algo insoportable…”.

Pienso en el cambiante ánimo del protagonista de la novela (que bien podría ser el mío) entreverado con el suelo inculto y las durmientes “sumidas en un profundo sueño” que describe en su paseo. En el soneto titulado Correspondencias, Baudelaire compara la Naturaleza misma con “un templo cuyos pilares dejan salir a veces confusas palabras/ por allí pasa el hombre entre bosques de símbolos/ que lo observan atentos con familiar mirada”. Vigila el firmamento, pues, contemplativo, el hombre-poeta, impenitente rastreador de metáforas, desvelando con la agudeza de su olfato y el ingenio de su imaginación las claves del universo todo. Y atiende quien escribe, obnubilado, la danza hipnótica desplegada frente a su ventana, la muda coreografía del viento y de la hierba, de los pastos y del azul cegador del cielo, con el ronroneo amortiguado de las segadoras dibujando en la distancia, bien al fondo del paisaje, líneas marciales y alegres arabescos, mensajes encriptados, pienso para mí, que tal vez escondan en la danza de sus dibujos la explicación del mundo.


Distraído del paisaje, me pregunto por el motivo de estas asociaciones mías, de estos extravíos aturdidos. Con la inconsciencia de un volatinero sin público, salto desde mi ventana al mar de hierba, desde el mar de hierba, y la música de las cortadoras, paso a las divagaciones del Pierre de Melville, y de éste a las iluminaciones poéticas de Baudelaire y su reconsideración del mundo. Voy construyendo, así, supongo, una falsa cartografía, una red tejida con las cuerdas y los nudos de mis espejismos y devaneos absurdos, sobre cuya malla me zarandeo como un equilibrista desplomado tras una pirueta imposible.

viernes, 21 de junio de 2013



Siguiendo el fatalista consejo de Jerome, inesperado gurú y cicerone tropical, he decidido aceptar mi condición de ilusionista visual, rendirme a la farsa de mis ejercicios fotográficos de chistera, al orden tramposo con el que mis instantáneas transcriben un mundo irreductible en su caos. De ahora en adelante asumiré los lamentables juegos de luz de mis fotografias como lo que son: pirotecnia de feriante, fogonazos aturdidos con los que pretendo alumbrar la penumbra inabarcable del mundo todo. Dios, Tiempo, Amor, Muerte, etc. mantendrán, a pesar de mis iluminaciones, la nube de su misterio impenetrable. Alrededor de esta hoguera sin luz, bailarán su danza de brujillos de aldea todos los poetastros y hechiceros de bajo vuelo, artistas, charlatanes y pacotilleros, con los que comparto oficio y quiméricas aspiraciones universalizantes.

Leo en la wikipedia que  Houdini, “el más grande ilusionista de todos los tiempos”, fue un supremo escéptico. En su cruzada contra la plaga de espiritistas y videntes, que llenaron los salones  de la época con su parloteo ultraterreno, el famoso escapista desenmascaró a la pitonisa Eva C., célebre médium francesa conocida “por su facultad para  producir ectoplasmas emanados de la vagina”.  El asunto provocó la ruptura entre el mago y sir Arthur Conan Doyle, ciego defensor de la médium y de las corrientes mesméricas tan en boga, quien atribuía con épica testarudez -o turbadora vehemencia, según se mire- al propio Houdini poderes metapsíquicos y paranormales –por más que esté intentara persuadir al escritor de que lo suyo eran puritos trucos, sofisticados ardides de trujimán-.

Hay que imaginarse en 1918 a Harry Houdini, ilusionista confeso, mago descreído, actuando ante un auditorio estupefacto y haciendo desparecer, con sus sortilegios, un elefante de trompa a rabo del escenario del Hipódromo de Nueva York, al tiempo que su entonces amigo y escritor Conan Doyle, padre del detective Holmes, radical paradigma del pensamiento lógico-racional, coleccionaba con fiebre adolescente fotografías de espíritus y otras pruebas de condensaciones bioplasmáticas del Mas Allá. : “Tengo conmigo -le escribía  a Houdini- dos objetos preciosos: dos fotografías, una de un gnomo, la otra de cuatro hadas en un bopsque de Yorkshire. ¡Un truco!, me dirá usted. No señor, me temo que no…”


miércoles, 19 de junio de 2013



domingo, 16 de junio de 2013




miércoles, 12 de junio de 2013



Mantenía el taumaturgo Jerome, la pasada noche, que sus enredos y triquiñuelas no son muy diferentes de mis fotografías, que ambos escenificamos nuestros juegos y piruetas visuales, nuestros truquetes de ilusionistas y charlatanes -así dijo, ilusionistas y charlatanes- para un público engatusado y ávido de espejismos. Continuaba, entretanto, el guiñol del negro Jerome en la azotea del hotel, con los naipes nacarados saltando sobre el telón de oscuridad; danzaban, igualmente, las órbitas saturninas de sus ojos, como pequeñas pompas planetarias reventadas en el calor de la noche estrellada; y se columpiaba, incansable, la ebúrnea sonrisa de su dueño, prestidigitador improvisado y fáustico, confundida su negra piel aleteante con el negro embrujo de la noche jamaicana.


Evoco  la velada con náuseas y el estómago acalambrado, resacoso y mareado tras la nocturna sesión de nigromancia, daikiris y psicoanálisis. No ayuda a mi congoja sartriana el látigo de calor de esta mañana tropical, con 45 grados en la nuca y la Seven Mile Beach de Negril encuadrada en mi objetivo mercenario, reducidas sus aguas y su cielo al rectángulo de mi cámara fotográfica hechizante y falsificadora; obligado su dueño por contrato a eliminar del cielo de la isla cualquier atisbo de nube intrusa, cualquier pliegue incómodo que desdibuje el liso manto de arena hirviente en el que se funden, en estos momentos, literalmente, mis pies. “Rehágase la luz y la luz se rehará”, pienso para mí. Capturados Tierra, Mar y Firmamento en el laberinto memorístico de mi Tarjeta de Desmemoria, pasarán éstos la revisión del Dios Photoshop en el día décimo de mi regreso. Será entonces momento de blanquear arenas y azulear mares en la pantalla del ordenador con la desfachatez de un demiurgo arrepentido de su obra. Recibirá la revista cumplidamente las imágenes sin mácula del codiciado Paraíso y el lector atolondrado, sediento de ilusiones, aceptará sin objeciones la falsa crónica de este destino inexistente, del espejismo acuático, reinventado y colorista,  con el que este farsante travestido de reportero continúa empapelando arteramente las paredes del universo todo.

J. me aguarda a la sombra de un bambú sentado sobre un tronco y abanicándose con filosófico compás. Sobre nuestras cabezas, bailan al viento las gruesas cañas de la gigantesca planta tropical, con sus troncos huecos y abultados como puños chascando una sinfonía  juguetona y envolvente: edén-que-te-den, edén-que-te-den, edén-que-te-den…

Regresamos al coche con el fatigado caminar de dos feriantes tras la función, una pareja de prestidigitadores abatidos por el calor y la derrota, una vez más, de sus quimeras fáusticas. Ya en el interior del vehículo, accionamos en toda su potencia el aire acondicionado, protegidos, además, de la radiación asesina del exterior, por nuestras gafas solares. Expulsados del Paraíso y sin diablo al que vender nuestra alma, nos acomodamos del mejor modo en este momentáneo Purgatorio, como dos sicarios en espera de su víctima. En el exterior continúa el baile, ahora mudo, de las gruesas cañas; saltan unas sobre otras las olas, lamiendo sin descanso la playa, enmarcada en la luna de nuestro vehículo salvador, que ha reducido la pequeña bahía a una pantalla silenciosa.

Desde el interior de nuestra cápsula frigorífica, con la estupefacción de dos selenitas recién aterrizados, contemplamos el  sordo espectáculo del mundo reducido a esta vitrina sin volumen ni otro sonido que el eco de unos versillos del crepuscular Schumann, leídos estos días, y que recito, no sin sentimiento, al noble Jerome, compañero inseparable en este viaje iniciático en el mar del Caribe:

Nada cometí por cierto
Que me condene al destierro.
¿Porqué, entonces, el deseo
de perderme en el desierto?

Recibe Jerome mi canto apartándose las gafas y escrutándome con unos ojos que sonríen con la tristeza húmeda y  antigua de un caballo herido. 

lunes, 10 de junio de 2013



En la ciudad de Kingston, nuestro guía Jerome ameniza la velada con juegos de manos. Flotamos en la azotea de este hotel jamaicano, separados por diez plantas del tráfico noctámbulo y del “peligro y la inseguridad” –advierte la guía- de la capital caribeña. Llega hasta nosotros, amortiguada, la nocturna sinfonía de bocinazos y motores rugientes cuyo eco se pierde en largas avenidas iluminadas a empellones y sin concierto alguno.

Los naipes aparecen y desparecen en la noche tropical, con el chapoteo a nuestra espalda de algún bañista desvelado combatiendo el calor en la piscina del hotel. La negra piel de J. se funde en un cielo igualmente negro,  sobre el que relampaguean los cartones de la mágica baraja. 

jueves, 6 de junio de 2013