domingo, 27 de enero de 2013



lunes, 21 de enero de 2013



martes, 15 de enero de 2013


                                    Voy a robarle
                                    esta tarde
                                    a la eternidad
                                    y regalártela
                                    envuelta
                                    en un abrazo

                                    con la promesa
                                    de
                                    mi
                                    amor
                                    infinito.



                                    

jueves, 10 de enero de 2013


En el exterior de este centro comercial el cielo se extiende en toda su geometría sobre el asfalto del parking. Devoro una hamburguesa emborronando, al tiempo, la libreta, con mi escritura dispersa y aturdida, aleteando como  un pajarete abismado sobre el blanco ígneo y cegador de la hoja. La cristalera tamiza la luz del sol que envuelve en una grisura verdeamarilla mi escritorio improvisado. Del otro lado del ventanal bailan silenciosos los arbustos al compás de un viento invisible. Valéry criticaba de Pascal su incapacidad para “saber mirar, es decir, olvidar los nombres de las cosas que se ven”. El acto de contemplar bien podría ser esto, me digo, hipnotizado ahora por la callada danza de los hierbajos, dejar de aguijonear la realidad con palabras que nada explican, colgar los guantes de este combate inútil y ceder a la danza solazada... Para la filosofía védica, todo aquel que se eleva a través del conocimiento destruye el bienestar del cielo. Dejemos, pues, a los dioses acechantes, que todo lo vigilan, tranquilos en su refugio aéreo.



Detengo mi escritura y observo  el dibujo de las nubes sobre el mar celeste, el goteo de los coches salpicados por el aparcamiento semivacío. Las dependientas de esta cadena de comida rápida, tocadas con viseras de golfista, barren los desperdicios entre las mesas con el silencio cómplice de una coreografía muda. Explicaba Goethe que en cada cosa encontramos siempre una analogía de todo lo que existe y que por eso “lo que existe se nos aparece siempre al mismo tiempo aislado y entrelazado”. Bajo la campana de este firmamento infinito de extrarradio, donde todo parece suspendido en el tiempo, cerrada la libreta,  me sobreviene un repentino deseo de silbar. 

lunes, 7 de enero de 2013


El espejo me enfrenta a un desconocido en el que apenas encuentro rastro de mi persona. Del otro lado del cristal,  una especie de Iggy Pop me observa circunspecto y resacoso, los ojos aureolados por  pesadas  sombras negruzcas, magentosas por momentos y, aunque parezca   increíble -pienso para mí, acercándome, incrédulo, al espejo-, amarillas en los bordes mismos.

Todo ocurrió muy rápido. En la salida de una rotonda un vehículo negro, grande y ultratecnificado, intentó adelantarme por la derecha. Un homúnculo subhumano encorbatado, todo aspavientos, me increpaba del peor modo en el retrovisor, asomando apenas la nariz por encima del volante. Del sobresalto inicial pasé al enojo y en el primer semáforo decidí apearme del coche -error fatal- y reclamar a mi atacante una explicación a su temeridad suicida.

No recuerdo los golpes, tan sólo la imagen vaporosa de una especie de harterófilo con piernecillas de costurera esclerótica, y la humillante garra de su mano en mi cuello, repartidas ya las tortas, devolviéndome a mi asiento de un empujón.

De este modo, con la nariz clavada a los sesos y ciegos los ojos por el dolor y las lágrimas, conduje, como pude, al refugio de mi hogar. Mal medido, venía diciéndome en el límite de la inconsciencia, mal medido, así decía para mí.

Sobre el término homúnculo, leo en la wikipedia que se utiliza, igualmente, aplicado a “una de las principales teorías sobre el origen de la conciencia”, señalando con esta palabra  una parte concreta del cerebro cuyo cometido sería el de ser “tú”.

Y aquí estoy, desdoblada mi conciencia por los golpes de un orangután con desvío hormonal, preguntándole al extraño que tengo enfrente de mi quién diablos soy, sin obtener más respuesta que el silencio pétreo de esta esfinge gótica y aturdida que me contempla ojerosa desde el espejo, desnuda como un molusquillo fuera de sus valvas.