domingo, 28 de abril de 2013



En mis pesquisas internáuticas, rebuscando en los orígenes faústicos de este invento del demonio llamado fotografía, he descubierto al omnipresente Atta Kicher, erudito aventurero y abarrocado, de quien ya quedó copiada en alguna parte de estas líneas sin rumbo su cerrada defensa de la realidad histórica del Diluvio Universal y que, parece, contribuyó de manera decisiva a la portabilidad de la Cámara Obscura en el SXVII. Al mamotreto inmanejable ideado hasta esas fechas, habría añadido el estudioso unas patuelas y alguna que otra bisagra, de modo que el cortesano de turno, plegado el invento al hombro, buscaría ufano algún palacete o colinilla inspiradora por los alrededores, calcándola arteramente a la luz de este invento endiablado. De ahí a la actual cámara fotográfica median un par de siglos, pero la suerte ya estaba echada.


De modo que uno de mis admirados héroes, pienso para mí, experto en jeroglíficos, vulcanólogo, conspicuo inventor y autor de 44 volúmenes en cuyas páginas viene a dar respuesta al universo todo, que descendería, en su obsesión por alumbrar el ultramundo, a las entrañas mismas del Vesubio, éste insigne y proteico jesuita, digo, contribuyó de modo irreversible a la gran engañifa universal de la fotografía, allanando el camino a ingenieros y voraces industriales que han colado en el  seno inocente  de nuestros hogares este aparatejo ciclópeo y monocular, pretendido captor de realidades, llamado cámara fotográfica (artilugio  colgado del cuello de quien escribe desde hace más de veinticinco años, incrustado como un parásito inextirpable al tierno pescuezo de su dueño).

Del gran Attanasius  cabría añadir que ideó el arpa eolia, instrumento que sonaría al paso de las corrientes de aire, y que descartó, taxativa y científicamente, la posibilidad de alcanzar la Luna con la babélica torre codiciada por Nimrod (Génesis 10-11), augurando un cataclismo bíblico en el intento:

“En orden de alcanzar el cuerpo celestial más próximo; la Luna, la torre debería haber contado con 178,672 millas de altura, y compuesta de tres millones de toneladas de materia. Esta desproporcionada distribución en la masa de la Tierra hubiera alterado el balance del planeta y lo hubiera movido de su posición en el centro del universo, resultando en una distorsión cataclísmica en el orden natural”.

sábado, 27 de abril de 2013



lunes, 22 de abril de 2013






miércoles, 17 de abril de 2013



sábado, 13 de abril de 2013



Esta mañana me despertaron los bocinazos intempestivos del escarabajo del vecino, al parecer milagrosamente resucitado. Rodaba el vehículo por la cuesta acompañado de un alegre crepitar de piedrecitas y con el motor estallando a empellones y secas toses. Abierta la capota, su dueño saludaba al cielo con la complacencia de una reina de carnaval. Desde el asiento de copiloto, las patuelas extendidas sobre el salpicadero, Joper escoltaba la fanfarria matinal con ladridos de júbilo y satisfacción. "Ver para creer -pensaba para mí desde la ventana-, ver para creer…"

miércoles, 10 de abril de 2013



Apuramos los últimos días de nuestras cortas, relampagueantes, vacaciones en U. Cierra el censo de este rincón hurtado al tiempo el vecino J., del que todavía no he hablado. J. vive en una caravana rodeada de vehículos desventrados, los capós abiertos en un bostezo sempiterno, de caimán aletargado; las máquinas lucen al sol sus motores exhaustos, en espera de la sabia y beatífica reparación de su dueño, que no llega nunca. Desperdigadas por el terreno aparecen válvulas, cilindros, y otros vestigios mecánicos innombrables, que confieren a la escena un permanente estado de accidente aéreo. La estrella de la manada es un wolkswagwen beetle de la segunda guerra mundial –cuando menos, eso asegura su propietario- en cuyas fauces asoma habitualemente J. a medio engullir, sumergido el torso en el laberinto motorizado y con el trasero apuntando al cielo. El vecino se enfunda todas las mañanas, disciplinado, un mono azul y se acompaña en las tareas de Joper, un perrete zoológicamente inclasificable, resultado del algún cruce espurio de la fauna incontrolada de los alrededores, y que mantiene airoso un trotecillo circular, levogiro,  en la estela de un único ojo, siempre alerta,  que exhibe engastado en su pequeño rostro de ratuela liofilizada. El tuerto animalillo atiende al mohicano nombre de Ojo Perdiz, “Joper” como queda dicho, y asalta con ladridos de alimaña enloquecida a cualquiera que se acerque a su amo, de cuyo tobillo apenas se separa.


Pasan lentas las horas y J. responde con morosidad filosófica a mis preguntas, que voy repartiendo al viento a lo largo de la tarde, intrigado, como estoy, por su secretismo druídico, por la escondida fórmula que ha permitido a mi nigromante vecino, de modo sostenido e incuestionable, no reparar uno sólo de los vehículos que han ido  amontonándose en la parcela a lo largo de  estos últimos meses.

Bailotea entre las ramas una ligera brisa que anuncia, con su soplo, el final de la jornada. J. enciende un cigarro y se limpia las manos en el trapo con la ceremonia de un cirujano satisfecho. Clava  la mirada en el motor del vehículo recién intervenido y sentencia, no sin complacencia:

- Va a ser la biela.

Recibe Joper el diagnóstico de su amo con mudo estupor. El único ojo bien abierto, deslumbrado ante la máxima iluminadora e incontrovertible de su amo. Carpe Diem, parece pensar para si satisfecho, un día logrado.

domingo, 7 de abril de 2013



C. fuma un cigarro detrás de otro y estudia a ratos las nubes, que pasan lentas sobre nuestras cabezas. En uno de nuestros largos paseos me confiesa haber sufrido dos brotes psicóticos, que es bipolar, así me dice, bipolar. En los pastos que nos rodean ha comenzado el baile primaveral; crece, revuelta, la hierba en los cascos mismos de los caballos, entregados sin descanso a su festín panatagruélico; las ovejas, infladas de lana, se reparten como pequeñas nubecillas en el verde firmamento de las colinas; un mastín, sesteando, asoma indolente la cabezota sobre  el rebaño, aletargado en su vigilia policial. Continúa C. recordando ahora su infancia, sin más delito, dice, que una cierta inclinación al ensimismamiento, y luego pasa esto, añade, con el desconcierto de un animal herido y un  reservado enojo que nos acompaña el resto de nuestra caminata. 

martes, 2 de abril de 2013



Vacaciones en U. Lluvias bíblicas y algún que otro rayete de sol que se cuela, fugaz, entre los negros nubarrones.  Salgo por  las tardes al exterior aprovechando la frágil calma entre un aguacero y otro. Voy tecleando  en el ordenador mis ocurrencias primates, protegido de la nubes traicioneras por el  estrecho alerón del caserío, con la mesita cojitranca en la que me apoyo bailoteando al ritmo de mis palmetazos inspirados. Acompaña esta escena de trance creativo un pequeño animalillo inclasificable, una raposa o un zorrete, a saber, cuya visita vengo recibiendo esta última semana con cumplida regularidad. El animalillo aprovecha, como yo, la tregua de los cielos, se cuela en el terreno y trota animadamente hasta el ciruelo, en cuya base se entrega sin preámbulos al festín de fruta extendida por el suelo .

Bien podría tratarse de un alopeopileco, pienso para mí, cuadrúpedo descubierto al mundo por el insigne jesuita Atanasius Kichner, exégeta y vulcanólogo, quien atribuía el origen de este animal al cruce espurio de un simio con una zorra. Fanático defensor de la realidad histórica del Diluvio Universal, Kichner excluyó sin reparos del Arca bíblica a los animales clasificados por el propio estudioso como “infectos”, esto es, aquellos que surgían de la materia putrefacta, por ejemplo: “los que nacen de la exhalaciones del vino; los que nacen de la putrefacción de las plantas, como los gorgojos de las habas, los julos de las nueces y las arañuelas del lentisco; así como muchas otras especies de animales infectos –insiste el estudioso- que nacen de los excrementos de los animales vivos y de los cadáveres de los muertos: así, de los asnos y de los caballos nacen los tábanos”. Al listado de animaluchos execrables, Añadía  Kichner como ejemplo el de las lombrices y los reptiles “ya que entre ellos no hay una nota distintiva de sexo y nacen directamente de lo podrido, lo que se ha comprobado experimentalmente, por lo que no lo podemos dudar –concluía lapidario-”. A todo esto cabría añadir la máxima, expuesta en el mismo tono imperativo, por el gran Aristóteles, quien en su Generatio Animalum e Historia Animalum aseguraba que es una verdad patente, así decía, verdad patente, “que los pulgones nacen del rocío y los cocodrilos de los troncos en descomposición”.

El alopeopileco, entretanto, parece haberse tomado un descanso: sentado sobre los cuartos traseros, mordisquea con indolencia algún resto de ciruela, al tiempo que me escruta con la indiferencia de un adolescente mascando un chicle.

Kichner negaba la presencia en el Arca salvadora de cualquier animal que no fuera “cuadrúpedo de especie genuina”: a las puertas de la nave salvadora quedarían, pues, gorgojos, pulgones, tábanos y demás bichejos innobles; fuera quedó también, según el estudioso, el tragelafo (nacido contra natura del cabestro y la cierva), también  la leocrota (león y hiena), y fuera, por supuesto, el alopeopileco, que, aleccionado desde tiempos bíblicos contra el agua, pienso para mí, aprovecha este parón de las lluvias para devorar con pachorra frailuna las ciruelas de mi jardín.