jueves, 24 de octubre de 2013


Voy conduciendo por la autopista con la sola compañía de la noche y del parpadeo fugaz de las farolas escapando a mi espalda como supernovas. Algo tiene el deslizarse, solitario, por el asfalto, pienso para mí, que invita a la lucubración y a las sentencias metafísicas. Que el acto creativo es una moratoria impuesta al tiempo, pienso, por ejemplo, ensimismado. Me recreo, complacido, en mi ingenio intelectual: a saber si de esta iluminación pascaliana no sacaría yo todo un edificio filosófico. Aunque bien pensado, lo de “acto creativo” tiene un eco de cópula obscena que aleja la sentencia de la higiénica concisión del yo y sus circunstancias, o del pienso luego existo, etc. Tampoco ayuda lo de “moratoria impuesta al tiempo”, un poco como Cronos reducido a golpes y exhibiendo sus cardenales.

En la emisora local un fotógrafo explica su trabajo: presume, orgulloso, del tamaño de las imágenes de su exposición, setenta y cinco por cincuenta centímetros, “que es un tamaño, ya, importante”, sentencia, y advierte a los oyentes del peligro del photoshop porque “si la luz le da a un jarrón por la derecha, vas tú y se la pones por la izquierda, y eso no está bien –añade con melancolía-“.

domingo, 20 de octubre de 2013


Drasumbado esnestre curo y sustituto, asegado, enciego y cogidito…Masaltan fierros emboscados kia agarran dal cuello con las garras. Salivian y escupen a laspalda que me temblo y mascapo pero no, con los lobos en el cuello y en la cama retrapado. Por la cuesta los monos cagan panderetas y yo maprieto sin lumbrado, empretados los ojizos para no mirar novayaserque. Y entiento ascuritas de la lux con varias palmas, y voy tantiendo las paredes que se escapan, mientras lobajos enfadados van perdiendo sus ahorros arrañándome con pelos y colmillos rebabados. Sigo y todo el ojoscuro pero no interrumpo el desruptor aunque masaltan aullidos atracados y yo menciego en lalmoadilla, con las cejas siemprespuestas y entrampadas, y ni somo de mejora, ni de luces, nininada…

Pero ya vienenvayan las nubecitas con cánticos con maletas y me caigo suavito cantarín tantando con tento, sin tiento, tarantando cantarando con sonriso, bien questoy y voy voliendo al cielo alto sin los pierros, de rodillas enscondido te lo digo, que mi blanco almoado te lo digo, que mi blando almoado te lo digo……

Vuelve la vigilia a arrancarme con su brusca zarpa de mi sueño frágil y quebradizo, de la inmersión sublunar por la que braceo cada noche, medio noctámbulo y aturdido, fantaseando entre sábanas con un vuelo ingrávido y sordo al que me abandono con feliz inconsciencia, y de cuyas sombras me veo continuamente expulsado contra mi voluntad, como un indiscreto fisgón al que echaran de una fiesta. Tanteo la pared en busca del interruptor, los ojos bien abiertos en la noche, como un asustado pececillo fuera de la nube protectora de sus aguas.

domingo, 13 de octubre de 2013


Hombre apostado en la ventana. Bien podría esta frasecilla coronar con su música un relato por escribir, o resumir la vida misma de su protagonista. El hombre así descrito enfunda una mano en el bolsillo y descansa la otra en el alféizar, las yemas rozando levemente la madera como una araña congelando el salto. A su espalda, acechando en la penumbra, asoman los fantasmas de muebles y objetos de una habitación solitaria, amortajados con sábanas y gruesas cuerdas, levitando en el silencio gris e intemporal de la pieza.

¿Es ésta una despedida?  ¿El comienzo de una nueva vida?

El hombre otea en estos momentos el horizonte: un gigantesco serruchón de montañas rocosas horada en la lejanía un cielo azul sin nubes; la piedra gris de sus laderas aparece veteada por verdes torrenteras de hierba que serpean hasta desembocar en el océano de una amplia pradera; brotan de este mar de hierba, como pequeños querubines, ovejas y algún que otro animado pastorcillo...En este punto nuestro relato se estrella sin remedio frente al muro insalvable de armonía columbrado por la  embotada mente de quien escribe…

Sólo una cosa resta por añadir, la repentina duda de que exista algún tipo de arácnido saltarín, incluidos los africanos que, como bien es sabido, mantienen un misterio impenetrable en muchos de sus hábitos, por más que zoólogos y estudiosos de los cinco continentes hayan dedicado sus vidas, durante siglos, al celoso escrutinio de estos animalejos insondables.

lunes, 7 de octubre de 2013


Empleaba las mañanas del domingo en un largo paseo por el muelle. Caminaba sobre las ascuas de unos altos tacones, con un lento zarandeo de barquito sin quilla abandonado a las olas. Añadamos que la inveterada paseante de este relato bien podría llamarse Klara y que propendía al ensueño y a la distracción. Volaban, ligeros, sus pensamientos, enredándose con las nubes y con los pajaruelos, que aleteaban sobre su cabeza como diminutas pompas emplumadas. Bien alto en el cielo, un cocodrilo de vapor devoraba un ratón, cuya cola asomaba serpeante fuera de las terribles fauces; a un lado de esta viñeta vaporosa, un gigantesco corazón de espuma blanca se deshacía en virutas y recomponía su humeante silueta en la forma de un gigantesco violín…

Klara mantenía en sus caminatas el ritual de un abrigo rojo, ceñido a su talle estrecho con tres botones dorados y abierto en la cintura como una campana inflada al viento. Recogía Klara su negro y tirante cabello en un apretado moño. Su rostro sin edad mostraba la lozanía de quien no ha sufrido el embate del amor verdadero, lo que bien podría explicar la tímida sonrisilla que asomaba constantemente a su rostro, una señal a los astros de sus anhelos incumplidos y de la espectante disposición que mantenía frente al mundo todo.

¿Y que podría estar barruntado Klara a lo largo de su festiva marcha? Lo cierto es que del menor detalle hacía un motivo de voluptuoso cosquilleo: el relumbre del adoquinado un día de lluvia, un tupido mostachón flameando en el rostro de un viandante o la reciente solución a un crucigrama, despertaban en nuestra vestal andarina las más excitantes reflexiones. No piense el lector que nuestro personaje carecía de temperamento: Klara sostenía una declarada aversión por los viajes de crucero y los bonsáis, y sellaba discusiones incómodas con un silencio ciclónico, la pequeña arruga del entrecejo, vertical y amenazante, hendiendo como una cuchillada negra  su rostro de geisha inexpugnada.

En momentos de extático recogimiento, con las manitas sesteando sobre un humeante café o con el rítmico bamboleo de un viaje en autobús, o durante los volanderos ensueños de sus paseos dominicales, Klara ideaba, justo es decirlo, algún que otro crimen con morboso detalle. Iba Klara con sus conspiraciones rectificando los desvíos del mundo. Su mente se perdía en una carrera imprevisible de ajusticiamientos y pequeñas venganzas: aquí un estrangulamiento, allá una fatal caída o la concusión desgraciada por envenenamiento de algún pariente incómodo…

Podría ser éste un buen lugar, piensa quien escribe, para introducir a las primas gemelas de K., dos cuarentonas desaseadas, anchurronas de hombros, y tocadas ambas con las áspera hebra de un pelucón rizoso y oscuro como la pez. La infancia atribulada  de las hermanas en la ciudad de Estambul (notoria por el secretismo hermético de sus escuelas y el vandalismo acechante que anida en sus callejones de polvo y de negrura) explicaría el despiadado trato impuesto a nuestra cenicienta soñadora, sometida en el hogar compartido a  humillantes tareas sin término, infladas sus tiernas rodillas por el constante fregoteo del áspero y endurecido suelo.

Es ahora, amable lector, cuando, nublados los sentidos, retrepa por muestra garganta y nariz un seco efluvio de amoníaco entreverado con el perfume almizclado de las gemelas (algún pachulí de exótica geografía, mundano residuo de su juventud viajera). Recorremos el largo pasillo de la vivienda siguiendo la mefítica vaharada; doblamos a la derecha guiados por un tenue rastro de luz tamizado por una puerta acristalada que entornamos, curiosos, para descubrir -¡horror de horrores!- el escenario de un espantoso homicidio: descansan en el suelo de la cocina, blanca de luz, los cuerpos degollados de las hermanas mellizas, su roja sangre mezclada con la espumilla jabonosa y absurda del desinfectante, que dibuja en el embaldosado un caleidoscopio alocado de figuritas y líneas blanquirojas.

El macabro baile de formas sobre el alicatado se funde ahora con la danza lisérgica de nubes que acompañan todavía, bien alto en el cielo, el paseo matinal de Klara. Aletea, juguetón, su rojo abrigo, travieso como una mariposa buscando una florecilla en la que descansar el alegre peso de sus crímenes.