domingo, 30 de diciembre de 2012


El espectro de la díscola Konstanze se me ha aparecido en la pantalla del ordenador: “En 2006, la versión digital del diario alemán Der Spiegel –leo en la Wikipedia- anunció la aparición de un daguerrotipo en Baviera con la imagen de Constanze, de 78 años”. La fotografía aparece fechada en 1840 y muestra en su extremo izquierdo al fantasma de una anciana, posando para la cámara junto al compositor Max Keller y su familia. Este alucinatorio poltergeist doméstico ha transmutado el conocido retrato al óleo de la cónyuge de Mozart, con sus galas cortesanas, etc., en la ficción fotográfica  blanquinegra y ultramoderna que ahora contemplo. Un salto inverosímil en el tiempo que habría solapado, como en el más extraviado de los relatos de Wells, en una misma vida, el ditirambo y las galas rococó, que la divulgada pintura ilustra, con este fantasma contemporáneo, lúgubre y cinematográfico, sellado al tiempo por la alquimia fotográfica.

Son las fechas de nacimiento y defunción de Konstanze (1762-1842) las que aclaran el misterio del salto en el tiempo de la pareja del compositor, al constatar por ellas que en el curso de esa misma vida tuvo lugar un doble hiato histórico: la revolución francesa de 1789 y el posterior imperio bonapartino, por un lado, que confinaron para siempre al armario los pelucones empolvados y todo el secular atrezzo versallesco; y, por el otro, la primera fotografía alumbrada al mundo en 1826 por Joseph Nicéphore Niepce. Invento éste último (la fotografía) del demonio, pienso para mí, que habría abierto la veda a la captura  de una realidad que el paso de dos centurias ha demostrado inaprensible (como bien lo prueba el retrato de este bioplasma alucinatorio que observo incrédulo en el ordenador –las manos cruzadas sobre el regazo y torva la mirada- y que tiene mucho más de extravío opiáceo o de ingenio literario, como ya queda dicho, que de certificado incontestable de la existencia de Konstance, sobre la que ahora tengo mis más que fundadas dudas).

Continúa, con todo, el hombre, empeñado en su loca quimera cinegética, emboscado detrás del arbusto de la técnica y armado con su cámara fotográfica ultratecnificada y megapixelada, decidido a someter con sus disparos a la bestia inmanejable de la existencia. Lo que me trae al magín el épico enfrentamiento de Don Quijote con el león que el general de Orán enviaba a la corte, enjaulado, por tierras de La Mancha:  “Don Quijote lo miraba atentamente deseando que saltase ya del carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle pedazos”, a lo que el león “no haciendo caso de niñerías, ni de bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote.”

miércoles, 26 de diciembre de 2012


Viajo en tren a Munich. En el asiento contiguo una pareja española de recién casados juega a las cartas con aplicación. Han estado planificando su estancia en la ciudad alemana minuto a minuto, con el celo y la precisión de dos asaltadores de bancos. El programa incluía la compra de un paraguas que el novio ha sugerido con fogosa excitación. Ella  ha aplaudido la ocurrencia con suaves palmaditas, diciendo que la idea la “rechifloteaba”, así ha dicho: qué idea más buena, me rechiflotea. A la programación inicial de su viaje, jovial y cascabelera, ha sucedido el tenso silencio de la partida de naipes, roto ocasionalmente por algún murmullo velado. Finalmente élla ha estallado, todo arrebol, recriminando a su pareja el guardarse ladinamente los reyes, así le ha dicho: es que sé que te guardas los reyes.

Espantado por el súbito revuelo doméstico, me refugio, anónimo, en el paisaje que se ve desde la ventanilla. Con la cadencia de una sinfonía muda se suceden las casas de tejados apuntados y escamas de pizarra negra; aparece también, de tanto en cuanto, algún palacete con su lago desplegado en la amplia y verdísima llanada. El teatro perfecto para una batalla de príncipes y dragones, pienso para mí.

Lo que me recuerda un concierto al que asistí hace unos días en un teatro de Salzburgo, y que atendí incomodado hasta el ahogo por mi compañero de asiento, un gigantón sexagenario, una montaña trajeada de franela verde con las rodillas bien separadas, que palmoteaba al compás de la música con la complacencia de un cazador de osos después de abatir a su presa. Arrinconado en mi asiento, descubrí, del otro lado de la colina humana, a una mujer menuda, reprimida igualmente en su butaca, las dos manos aferradas al bolso y la mirada congelada en el escenario. Escuchábamos el Requiem de Mozart, lo que encendía aún más, si cabe, el fervor patrio del guardabosques salzburgués, que acompañó el final de un aria con un palmetazo satisfecho en la pantorrilla de la que, pude confirmar con horror, resultó ser su señora. En la desfachatez del gesto vislumbré, en toda su luz, al cavernícola sanguinario que tenía a mi lado.

El propio Mozart, bien que genio musical (y explorador infatigable de las dobleces y requiebros del amor y el adventicio deseo) no fue un dechado, precisamente, de virtudes maritales. Una carta de 1790 dirigida a su mujer Konstanze (a quien sospechaba entregada a un lúbrico enredo con el alumno N.N.) comienza con un conminatorio “Mi querida mujercita, quiero hablarte con toda franqueza…”. El compositor, luego de desear a su cónyuge una pronta mejora de su pie –de cuya intrigante afección el lector morboso no encuentra más pistas- añade, sin solución de continuidad, las siguientes palabras: “desearía que no te comportaras de un modo tan ordinario (…) Recuerda que en una ocasión me confesaste tú misma que cedías fácilmente (…) Sé alegre, risueña y amable conmigo (...) y ten por seguro” –concluye con calculada pedagogía-  “que sólo el comportamiento sensato de una mujer puede atar a un hombre. Adiós, mañana te abrazaré  de corazón.”
                                                                                
La pareja enciscada del vagón ha vuelto, entretanto, al redil del amor. Sobre la mesilla, en la que no queda rastro alguno de la baraja incendiaria, descansan ahora con arrobo sus manos entrelazadas. Élla emite unos gorgoritos felinos adormeciendo a su víctima antes del asalto final.

viernes, 21 de diciembre de 2012



jueves, 20 de diciembre de 2012



lunes, 17 de diciembre de 2012


A los pocos días de estancia en esta patria de las inhibiciones pequeñoburguesas, mi impostada y frágil pose de falso bohemio se ha desmoronado hasta su base. Camino rendido a la densa marea de compradores navideños que pueblan la Getreidegasse; en la bolsa un calendario de adviento y un gorro con astas de ciervo para que N. haga el cernícalo cuanto quiera en las futuras fiestas, faltaría más. Voy apurando el paso en busca de un urinario donde poder aliviarme; escéptico, sin embargo, con una ciudad cuyas autoridades han dilapidado todo su erario en el retractilado antinuclear de sus monumentos y abandonado al indefenso visitante a una lluvia de misiles, el desplome del cielo mismo, o un apretón de la vejiga. Ya lo anunciaba Kart Kraus hace un siglo: “La humanidad es libre, ha conquistado tras duras batallas el derecho al sufrimiento universal. Prefiere pasar necesidades entre los monumentos a sentirse a gusto en los retretes públicos”.

viernes, 14 de diciembre de 2012


Paso la tarde en los jardines de Mirabell. Distraigo el tiempo fotografiando la hojarasca muerta del suelo, alguna nube renqueante y mi propia sombra inútil dibujada sobre el murete del parque.

Últimamente disparo mi cámara en un gesto de estupor contenido, el ceño fruncido y arrugados los labios. Es un rictus como de asco y extrañamiento puro frente al cadáver de un mundo al que el linternazo de mi cámara hubiera expuesto a la luz en todo su horror. Todo esto ilustra de algún modo, pienso para mí, el uso que vengo haciendo recientemente de la fotografía como instrumento de defensa personal frente a la realidad. Así, en mi breve ontogenia creativa de microbio aturdido por el cosmos, creo distinguir tres etapas fotográficas claramente diferenciadas que denominaré reparadora, explicativa y contraventora. La primera, la reparadora, estaría marcada por el periodismo sanitario y fariseo de los primeros años, anclado en la presunción obscena de ofrecer al mundo con mi trabajo un servicio de reparación universal a sus descalabros; aceptada la ineficacia auxiliadora de la fotografía, la segunda fase, la explicativa, utilizaría la cámara como llave para una interpretación de nuestro carnaval planetario y acabaría, igualmente, en la ofuscación y el estrellamiento más absolutos; pasaríamos, entonces, a la tercera fase, la contraventora, en la que me encuentro actualmente, nihilista en esencia, supongo, y que tendría como eje la defensa y objeción mas encendidas frente al absurdo vital.

Leyendo estos días a Kart Kraus, creo haber anticipado la que será la cuarta etapa en mi escalada de alimaña ciega por esta covachuela platónica -en cuyo extremo final, por cierto, no atisbo luz alguna-. Se trataría de la fase que llamaremos de sometimiento a una realidad blindada e impermeable a todo intento elucidador. Ilustra el escritor vienés la futilidad de la fotografía recurriendo a una imagen publicada en la prensa que muestra al rey de Sajonia en su visita a una fábrica de agua carbonatada. "¿Cómo anda el rey?", se pregunta el cronista. "Gracias al registro fotografíco, se responde sarcástico, podemos saber que con un pie delante del otro". La marcha del monarca, sin embargo, continúa Kraus, se convierte por efecto de la instantánea en un patético titubeo, un “intento de andar”, tutelado, además, por el ayudante del rey que, concentrada la mirada en los pies del mandatario, “parece contar los pasos para que no se salte ninguno: un, dos, un, dos…”. Así sabremos, al menos, gracias a la fotografía, “cómo es la suela del zapato del rey de Sajonia”, concluye, triunfal, el escritor.

De este modo, me digo, leído esto, en la asunción de un mundo que, además de irreparable, se muestra inexplicable y que, además de inexplicable,  se antoja irreductible, el juego fotográfico alcanzaría, en su vuelo poético, la mareante cima de la suela de un zapato, como bien ilustra la monárquica instantánea del rey de Sajonia, epítome de la rendición y el  humillante sometimiento del hombre a la realidad soberana, aplastante e ingobernable.

Con estos y otros devaneos, y el compás de la gravilla crujiendo bajo mis pies, he llegado a la escalinata del parque, flanqueada por dos unicornios con barbas de chivo y sonrisa de sátiro. Uno de ellos tiene el cemento del cuerno sajado y el otro soporta en sus lomos a tres turistas orientales sonriendo a la cámara de un compañero. La piedra centenaria sometida a la cruel horcajada de nuestro tiempo impío, pienso para mí. Una periodista del llamado mundo del corazón aseguraba el otro día en  la televisión, del modo más decidido, que el unicornio se halla en la actualidad en serio peligro de extinción, así dijo, serio peligro de extinción. Interpelada en un siguiente programa por el fundamento de su información, la reportera optó por el más feroz de los ataques en defensa de su “contrastada credibilidad”, que veía ahora cuestionada por el presentador. En su descargo, matizó, habiéndose documentado debidamente, aseguró que el unicornio, de hecho, se había ya extinguido.

 “Estamos, pues, entregados sin remedio a las fuerzas desatadas del periodismo”, apuntaba, lúcido,  Karl Kraus.

domingo, 9 de diciembre de 2012


El río Salchaz secciona la ciudad en dos mitades. De este lado, la Scwarztrasse aparece hoy liberada del turismo, que cruza en apretadas filas el puente, imantado por los mercadillos navideños que rodean en estas fechas la catedral. Aletargado por un sol inhabitual en el invierno austríaco, engullo en la terraza de un café una Kasekrainer  -típica salchicha austriaca- con ensalada. El menú del local exhibe, para mi desconcierto, un entrecomillado del rebelde Bernhard, convertido ahora en reclamo promocional de la ciudad:

“Wien andere in den Park

order in dan wald,
lief ich immer inskafechan,
um mich abzulenken und zu berulingen,
míen ganzes leben”.
(Thomas Bernhard, 1994)
Café Bazar.



Otro insigne gruñón austíaco, Karl Kraus, comparaba la ensalada de la que estoy ahora mismo dando cuenta con el gusto y la propensión pangermánicos por lo “condecorativo”: “…el sentido de lo ornamental se ha desarrollado lo suficiente para que ningún queso llegue a la mesa sin su ensalada…Y andan por aquí personas que únicamente llevan una vida de ensalada. La ensalada convertida en fin en sí mismo…”. 

miércoles, 5 de diciembre de 2012


Recién descendido del taxi en la Von Karajan Platz, la primera visión a mi llegada a Salzburgo es la inquietante escena de un caballo encabritado encapsulado en una urna de metacrilato. “La fuente de los caballos”, leo en la guía, “fue construida a finales del siglo XVII en el lugar en el que se bañaban los caballos arzobispales y representa a un domador intentando someter a la bestia” - decididamente impedida para el salto por la celda de plástico que la rodea-. Lo cierto es que buena parte de los monumentos de la ciudad han sido igualmente protegidos por las autoridades locales, quién sabe si en defensa de las deyecciones de las palomas o en prevención de un posible ataque interplanetario. La imagen de toda esta profilaxis monumental produce al paseante una creciente desazón. Tampoco ayuda la fortaleza de Hohensalzburg, símbolo de la ciudad, continúo leyendo en la guía, homúnculo de piedra informe, pienso para mí, gigantesco Calibán almenado suspendido del modo más amenazante sobre el cielo de la ciudad y erigido, paradójicamente, en defensa de la misma por el arzobispo Gerhard I en 1077.

Asciendo a la fortaleza por un empinado sendero: turistas desfallecidos se dejan caer a uno y otro lado del camino; niños, en el límite de la inconsciencia, se recogen implorantes en el regazo de sus madres o forcejean con sus bolsos reclamando la Nintendo. Padres y maridos, entretanto,  disparan sus cámaras en todas direcciones, los brazos en alto y la nariz pegada a la pantalla. Un safari en un zoológico, pienso para mí, al que me sumo disparando con mi propio aparatejo de elucidación visual. El mar de brazos alzados, tan frecuente hoy en el asfalto de todas las ciudades, se me antoja un desquiciado carnaval de bienvenida a la temida invasión extraplanetaria..