domingo, 29 de septiembre de 2013


Pongo al cielo por testigo. De mi sesera agostada y entumecida, del reseco alambique que forman las oxidadas circunvoluciones de mi cerebro exhausto, ha brotado, sorpresa de sorpresas, la perlada gota de un poemilla que transcribo, emocionado, a continuación:

Divididos entre lo que fuimos
y lo que seremos,
dibujamos en el paso de los días
la estela
de nuestra escisión perpetua.

Como el avión que parte en dos el cielo
con su humo.

Como la sonrisa fragmentada
que adivino en este espejo
velado por el polvo.

Me  miro
y no me odio.

jueves, 12 de septiembre de 2013


sábado, 7 de septiembre de 2013


Derrotado y humillado, una vez más, por la caterva infecta de perracos luciferinos que rodean el caserío y amenazan mis poéticos paseos. Algo tendría que haber anticipado, pienso para mí, al recibir por correo el admíniculo ultratecnificado espanta-bestias, extrañamente ligero, tengo que decir, y cuyo envoltorio venía ilustrado con un amable Lassie repeinado que nada tiene que ver con las fieras inmanejables, alopécicas y hediondas, a las que me enfrentó diariamente.

La cuestión es que esta tarde salí armado del aparato con la determinación de precipitar la batalla final. Alto en el cielo las ratoneras acompañaban mi caminata dibujando círculos alrededor del sol, voló pronto con ellas mi imaginación, recordando con feliz distracción las páginas de Tolkien leídas el día anterior a N. en las que el escritor describe el combate de las Águilas de las Montañas Nubladas, gigantescas rapaces aliadas del mago Gandalf  -cuya mirada podía enfrentar el sol sin un parpadeo, describe su autor-, con los terribles Wargos, oscuras alimañas lobunas asociadas a los trasgos y cuya evocación, cómo no, pronto me devolvió a la realidad carnívora y amenazante de los mastines.

Había transcurrido una hora larga sin rastro alguno del enemigo cuando, desistiendo ya de mi búsqueda, me encontré con tres de estas hienas pestíferas a las puertas mismas del caserón. No tenía plan alguno, tan sólo la confianza ilusa en el aparatejo del demonio, negro, ovalado y del tamaño de la palma de mi mano, que, una vez accionado, pensaba para mí, freiría los sesos a las fieras en un espasmo ultrasónico de dolor inconcebible. Apretaba yo, pues, el botoncillo de mi arma emocionado,  afectando estocadas con la osadía de un esgrimista acorralando a su contrincante. Las bestias recularon en un primer momento, desconcertadas, para, un instante después, pude observar con  absoluto horror, avalanzarse sobre mí enloquecidas. Apenas tuve tiempo de alcanzar la cancela y refugiarme como un banderillero timorato tras el hierro de la verja, arrojando a la cabeza de uno de los perracos babeantes el adminículo de plástico, perdido completamente el decoro y gritando soflamas al viento sin control alguno. En el frío de la derrota, humillado tras la verja salvadora, despojado de toda dignidad y sin resuello -vacíos los pulmones por el sobresalto y los gritos e insultos proferidos a las bestias-, descubrí a la vecina contemplando la escena de mi escarnio desde el silencio mayestático de su trono con sombrilla, atendiendo el percance con la concentración  de un árbitro de  tenis estudiando una jugada. En su estatismo de gárgola muda e inconmovible, la vecina arrugaba el ceño con falsa preocupación, esforzándose, acaso, pienso para mí, por contener una carcajada sideral que el temblorcillo de la barba delataba y que habría puesto punto y final, digo bien, punto y final, a nuestro pacto de silencio. “Hoy por ti mañana por mí" -pensaba para mí, no sin agitación, maldiciendo en mi fuero interno a la vecina robahigos y a la jauría asesina  escapada del averno, que continuaba aullando su triunfo a las puertas mismas de mi vivienda-. Hoy por ti mañana por mí.

jueves, 5 de septiembre de 2013


Unas breves (y airadas) líneas sobre los mastines de la comarca de U., edén de edenes si no fuera por esta plaga semisalvaje que infesta la zona .En la lejanía se muestran al espectador en toda su majestad, vigilando, rutilantes, su rebaño de ovejas con flema leonina; la escena, como digo, envuelva al caminante desde la distancia con el hipnótico arrobo de un paisaje de la sabana africana.  Pero la cosa cambia en las distancias cortas cuando, a la salida de una curva, en el regreso de una soñadora y poética caminata, el inocente paseante se encuentra con media docena de estos licántropos hipertrofiados sellándole el paso con gruñidos heladores: la belfo babeante, incrustadas las garras en el asfalto y  los ojillos revirados en un amarillo turbio y asesino. Estas bestias pendencieras y descontroladas (alimentadas por sus dueños con algún pienso transgénico y multivitaminado, a todas luces ilegal) abandonan sus tareas de vigilancia a capricho y se agrupan en manadas de asalto que tienen, desde hace un tiempo, aterrorizado a todo el barrio.                      

En esta pugna darwiniana,  de supervivencia pura, de enfrentamiento abierto entre el hombre civilizado y la fauna local salvaje  e incontrolada, he decidido tomar la iniciativa y adquirir contrareembolso un ahuyentador de perros ultrasónico – extreme ultrasonic dog repeller, así reza la publicidad, que asegura la reducción fulminante de cualquier tipo de cánido agresivo con tan solo apretar un botón-.

miércoles, 4 de septiembre de 2013


Al principio pensé en un espantapájaros, aunque la brusquedad del gesto y el repentino desparecer entre las espigas me obligaron a frenar el vehículo, estupefacto, clavando la mirada en el punto de mi alucinación absurda. Conducía temprano en dirección a la autopista, las tres casonas del barrio de U. a mi espalda y por delante, a media hora escasa, la tórrida perspectiva de un día trabajo en la ciudad. Volaban bajos los cuervos, como sorprendidos en alguna falta, con el cogote encogido en sus primeros aletazos de huida y tosiendo al viento  su habitual graznido. El calor de la mañana disolvía los últimos restos de una niebla que humeaba aún sobre el asfalto y flotaba, juguetona, entre la panoja. Fue entonces cuando, abandonado a mi trance contemplativo desde el coche y despidiéndome de mi selvático edén, un destello inusual, como de felino emboscado entre las hierbas, llamó mi atención y me obligó a detener el vehículo en la carretera.

Con la ventanilla del coche bajada (pero el motor en marcha) y atento a cualquier sonido sospechoso (para huir a tiempo), transcurrió un largo minuto de cruel suspense. Durante la tensa espera recompuse mentalmente, con lúcida convicción, la gorrilla azul y el chaleco, de un pálido amarillo huevo, que, estaba seguro, acababa de ver desparecer engullidos por las altas hierbas. Quedaba descartada, pues, una embestida de mastines salvajes, aunque la amenaza de algún Freddy Kruger local abandonado a las drogas y a los instintos bajos me resultaba igual de repugnante.

Superado el inacabable minuto, emergió de entre el océano de hierba, trastabillante y sin resuello, dando brazadas y balbuciendo disculpas… ¡nuestra vecina R.! Sin resto alguno del sofisticado tocado parisino, con los ojillos culpables encogidos a la sombra de una viserilla de béisbol inclasificable, la conspicua R. me confesaba, a trompicones, sus asaltos furtivos a la higuera del vecino, a los que viene entregándose con fría y calculada regularidad todas las mañanas de este último mes. Lo cierto es que, ofrecida la cestilla en la que descansaba la fruta prohibida, embaucado del peor modo (pienso para mí), no pude sustraerme a la tentación de un mordiscazo fatal, sellando, así, mi destino al de mi furtiva compañera. Hoy por ti mañana por mí, parecían cantar con muda sonrisa el coro de sirenas que yo imaginaba bailoteando bien al fondo del océano azul de su mirada. 

martes, 3 de septiembre de 2013


A R., gudea de Lagash y vigilante impenitente del barrio, le han extirpado este  pasado invierno un tumorcillo de la nariz. La intervención ha dibujado un uve de finas curvas en la punta del apéndice; la marca, que recuerda a un prepucio invertido, no deja de tener su punto de elegancia, como de gaviotilla en vuelo, o algo así. En cualquier caso, la vecina no ha perdido un ápice de su ánimo y pasea por el barrio protegida por un sofisticado paraguas lila con el que se defiende del sol estival. R. acompaña su ajuar con una fina blusa de idéntico color al parasol y se exhibe ufana, paseando todas las tardes carretera arriba y carretera abajo, con el contoneo de una adolescente y los aires de un personaje de Chejov.

domingo, 1 de septiembre de 2013


Consulto y releo las lucubraciones de este dietario insensato como quien levanta la falda a una monjita, curioso y espantado a un tiempo, incómodo con la sombra acechante de mi mismo que dibujan estas líneas.

Han transcurrido varias semanas sin alimentar con palabras este tamagochi virtual de mi perplejo yo. El desfallecido avatar que me he encontrado abandonado en el ordenador, famélico, desnutrido y espectral,  reclamaba desde su celda internáutica la savia vivificante de mis crónicas e invenciones, con las que su evanescente silueta recupera ahora, paulatinamente, el contorno y la opacidad habituales. Con el regreso de mis devaneos, ha vuelto a palpitar este doble circunstante y subhumano, carburando a base de palabrazos y de  frasecillas de inigualable ingenio; recuperando, como quien dice, su débil latido con la descarga de mis iluminaciones celestiales.