domingo, 30 de diciembre de 2012


El espectro de la díscola Konstanze se me ha aparecido en la pantalla del ordenador: “En 2006, la versión digital del diario alemán Der Spiegel –leo en la Wikipedia- anunció la aparición de un daguerrotipo en Baviera con la imagen de Constanze, de 78 años”. La fotografía aparece fechada en 1840 y muestra en su extremo izquierdo al fantasma de una anciana, posando para la cámara junto al compositor Max Keller y su familia. Este alucinatorio poltergeist doméstico ha transmutado el conocido retrato al óleo de la cónyuge de Mozart, con sus galas cortesanas, etc., en la ficción fotográfica  blanquinegra y ultramoderna que ahora contemplo. Un salto inverosímil en el tiempo que habría solapado, como en el más extraviado de los relatos de Wells, en una misma vida, el ditirambo y las galas rococó, que la divulgada pintura ilustra, con este fantasma contemporáneo, lúgubre y cinematográfico, sellado al tiempo por la alquimia fotográfica.

Son las fechas de nacimiento y defunción de Konstanze (1762-1842) las que aclaran el misterio del salto en el tiempo de la pareja del compositor, al constatar por ellas que en el curso de esa misma vida tuvo lugar un doble hiato histórico: la revolución francesa de 1789 y el posterior imperio bonapartino, por un lado, que confinaron para siempre al armario los pelucones empolvados y todo el secular atrezzo versallesco; y, por el otro, la primera fotografía alumbrada al mundo en 1826 por Joseph Nicéphore Niepce. Invento éste último (la fotografía) del demonio, pienso para mí, que habría abierto la veda a la captura  de una realidad que el paso de dos centurias ha demostrado inaprensible (como bien lo prueba el retrato de este bioplasma alucinatorio que observo incrédulo en el ordenador –las manos cruzadas sobre el regazo y torva la mirada- y que tiene mucho más de extravío opiáceo o de ingenio literario, como ya queda dicho, que de certificado incontestable de la existencia de Konstance, sobre la que ahora tengo mis más que fundadas dudas).

Continúa, con todo, el hombre, empeñado en su loca quimera cinegética, emboscado detrás del arbusto de la técnica y armado con su cámara fotográfica ultratecnificada y megapixelada, decidido a someter con sus disparos a la bestia inmanejable de la existencia. Lo que me trae al magín el épico enfrentamiento de Don Quijote con el león que el general de Orán enviaba a la corte, enjaulado, por tierras de La Mancha:  “Don Quijote lo miraba atentamente deseando que saltase ya del carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle pedazos”, a lo que el león “no haciendo caso de niñerías, ni de bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote.”

miércoles, 26 de diciembre de 2012


Viajo en tren a Munich. En el asiento contiguo una pareja española de recién casados juega a las cartas con aplicación. Han estado planificando su estancia en la ciudad alemana minuto a minuto, con el celo y la precisión de dos asaltadores de bancos. El programa incluía la compra de un paraguas que el novio ha sugerido con fogosa excitación. Ella  ha aplaudido la ocurrencia con suaves palmaditas, diciendo que la idea la “rechifloteaba”, así ha dicho: qué idea más buena, me rechiflotea. A la programación inicial de su viaje, jovial y cascabelera, ha sucedido el tenso silencio de la partida de naipes, roto ocasionalmente por algún murmullo velado. Finalmente élla ha estallado, todo arrebol, recriminando a su pareja el guardarse ladinamente los reyes, así le ha dicho: es que sé que te guardas los reyes.

Espantado por el súbito revuelo doméstico, me refugio, anónimo, en el paisaje que se ve desde la ventanilla. Con la cadencia de una sinfonía muda se suceden las casas de tejados apuntados y escamas de pizarra negra; aparece también, de tanto en cuanto, algún palacete con su lago desplegado en la amplia y verdísima llanada. El teatro perfecto para una batalla de príncipes y dragones, pienso para mí.

Lo que me recuerda un concierto al que asistí hace unos días en un teatro de Salzburgo, y que atendí incomodado hasta el ahogo por mi compañero de asiento, un gigantón sexagenario, una montaña trajeada de franela verde con las rodillas bien separadas, que palmoteaba al compás de la música con la complacencia de un cazador de osos después de abatir a su presa. Arrinconado en mi asiento, descubrí, del otro lado de la colina humana, a una mujer menuda, reprimida igualmente en su butaca, las dos manos aferradas al bolso y la mirada congelada en el escenario. Escuchábamos el Requiem de Mozart, lo que encendía aún más, si cabe, el fervor patrio del guardabosques salzburgués, que acompañó el final de un aria con un palmetazo satisfecho en la pantorrilla de la que, pude confirmar con horror, resultó ser su señora. En la desfachatez del gesto vislumbré, en toda su luz, al cavernícola sanguinario que tenía a mi lado.

El propio Mozart, bien que genio musical (y explorador infatigable de las dobleces y requiebros del amor y el adventicio deseo) no fue un dechado, precisamente, de virtudes maritales. Una carta de 1790 dirigida a su mujer Konstanze (a quien sospechaba entregada a un lúbrico enredo con el alumno N.N.) comienza con un conminatorio “Mi querida mujercita, quiero hablarte con toda franqueza…”. El compositor, luego de desear a su cónyuge una pronta mejora de su pie –de cuya intrigante afección el lector morboso no encuentra más pistas- añade, sin solución de continuidad, las siguientes palabras: “desearía que no te comportaras de un modo tan ordinario (…) Recuerda que en una ocasión me confesaste tú misma que cedías fácilmente (…) Sé alegre, risueña y amable conmigo (...) y ten por seguro” –concluye con calculada pedagogía-  “que sólo el comportamiento sensato de una mujer puede atar a un hombre. Adiós, mañana te abrazaré  de corazón.”
                                                                                
La pareja enciscada del vagón ha vuelto, entretanto, al redil del amor. Sobre la mesilla, en la que no queda rastro alguno de la baraja incendiaria, descansan ahora con arrobo sus manos entrelazadas. Élla emite unos gorgoritos felinos adormeciendo a su víctima antes del asalto final.

viernes, 21 de diciembre de 2012



jueves, 20 de diciembre de 2012



lunes, 17 de diciembre de 2012


A los pocos días de estancia en esta patria de las inhibiciones pequeñoburguesas, mi impostada y frágil pose de falso bohemio se ha desmoronado hasta su base. Camino rendido a la densa marea de compradores navideños que pueblan la Getreidegasse; en la bolsa un calendario de adviento y un gorro con astas de ciervo para que N. haga el cernícalo cuanto quiera en las futuras fiestas, faltaría más. Voy apurando el paso en busca de un urinario donde poder aliviarme; escéptico, sin embargo, con una ciudad cuyas autoridades han dilapidado todo su erario en el retractilado antinuclear de sus monumentos y abandonado al indefenso visitante a una lluvia de misiles, el desplome del cielo mismo, o un apretón de la vejiga. Ya lo anunciaba Kart Kraus hace un siglo: “La humanidad es libre, ha conquistado tras duras batallas el derecho al sufrimiento universal. Prefiere pasar necesidades entre los monumentos a sentirse a gusto en los retretes públicos”.

viernes, 14 de diciembre de 2012


Paso la tarde en los jardines de Mirabell. Distraigo el tiempo fotografiando la hojarasca muerta del suelo, alguna nube renqueante y mi propia sombra inútil dibujada sobre el murete del parque.

Últimamente disparo mi cámara en un gesto de estupor contenido, el ceño fruncido y arrugados los labios. Es un rictus como de asco y extrañamiento puro frente al cadáver de un mundo al que el linternazo de mi cámara hubiera expuesto a la luz en todo su horror. Todo esto ilustra de algún modo, pienso para mí, el uso que vengo haciendo recientemente de la fotografía como instrumento de defensa personal frente a la realidad. Así, en mi breve ontogenia creativa de microbio aturdido por el cosmos, creo distinguir tres etapas fotográficas claramente diferenciadas que denominaré reparadora, explicativa y contraventora. La primera, la reparadora, estaría marcada por el periodismo sanitario y fariseo de los primeros años, anclado en la presunción obscena de ofrecer al mundo con mi trabajo un servicio de reparación universal a sus descalabros; aceptada la ineficacia auxiliadora de la fotografía, la segunda fase, la explicativa, utilizaría la cámara como llave para una interpretación de nuestro carnaval planetario y acabaría, igualmente, en la ofuscación y el estrellamiento más absolutos; pasaríamos, entonces, a la tercera fase, la contraventora, en la que me encuentro actualmente, nihilista en esencia, supongo, y que tendría como eje la defensa y objeción mas encendidas frente al absurdo vital.

Leyendo estos días a Kart Kraus, creo haber anticipado la que será la cuarta etapa en mi escalada de alimaña ciega por esta covachuela platónica -en cuyo extremo final, por cierto, no atisbo luz alguna-. Se trataría de la fase que llamaremos de sometimiento a una realidad blindada e impermeable a todo intento elucidador. Ilustra el escritor vienés la futilidad de la fotografía recurriendo a una imagen publicada en la prensa que muestra al rey de Sajonia en su visita a una fábrica de agua carbonatada. "¿Cómo anda el rey?", se pregunta el cronista. "Gracias al registro fotografíco, se responde sarcástico, podemos saber que con un pie delante del otro". La marcha del monarca, sin embargo, continúa Kraus, se convierte por efecto de la instantánea en un patético titubeo, un “intento de andar”, tutelado, además, por el ayudante del rey que, concentrada la mirada en los pies del mandatario, “parece contar los pasos para que no se salte ninguno: un, dos, un, dos…”. Así sabremos, al menos, gracias a la fotografía, “cómo es la suela del zapato del rey de Sajonia”, concluye, triunfal, el escritor.

De este modo, me digo, leído esto, en la asunción de un mundo que, además de irreparable, se muestra inexplicable y que, además de inexplicable,  se antoja irreductible, el juego fotográfico alcanzaría, en su vuelo poético, la mareante cima de la suela de un zapato, como bien ilustra la monárquica instantánea del rey de Sajonia, epítome de la rendición y el  humillante sometimiento del hombre a la realidad soberana, aplastante e ingobernable.

Con estos y otros devaneos, y el compás de la gravilla crujiendo bajo mis pies, he llegado a la escalinata del parque, flanqueada por dos unicornios con barbas de chivo y sonrisa de sátiro. Uno de ellos tiene el cemento del cuerno sajado y el otro soporta en sus lomos a tres turistas orientales sonriendo a la cámara de un compañero. La piedra centenaria sometida a la cruel horcajada de nuestro tiempo impío, pienso para mí. Una periodista del llamado mundo del corazón aseguraba el otro día en  la televisión, del modo más decidido, que el unicornio se halla en la actualidad en serio peligro de extinción, así dijo, serio peligro de extinción. Interpelada en un siguiente programa por el fundamento de su información, la reportera optó por el más feroz de los ataques en defensa de su “contrastada credibilidad”, que veía ahora cuestionada por el presentador. En su descargo, matizó, habiéndose documentado debidamente, aseguró que el unicornio, de hecho, se había ya extinguido.

 “Estamos, pues, entregados sin remedio a las fuerzas desatadas del periodismo”, apuntaba, lúcido,  Karl Kraus.

domingo, 9 de diciembre de 2012


El río Salchaz secciona la ciudad en dos mitades. De este lado, la Scwarztrasse aparece hoy liberada del turismo, que cruza en apretadas filas el puente, imantado por los mercadillos navideños que rodean en estas fechas la catedral. Aletargado por un sol inhabitual en el invierno austríaco, engullo en la terraza de un café una Kasekrainer  -típica salchicha austriaca- con ensalada. El menú del local exhibe, para mi desconcierto, un entrecomillado del rebelde Bernhard, convertido ahora en reclamo promocional de la ciudad:

“Wien andere in den Park

order in dan wald,
lief ich immer inskafechan,
um mich abzulenken und zu berulingen,
míen ganzes leben”.
(Thomas Bernhard, 1994)
Café Bazar.



Otro insigne gruñón austíaco, Karl Kraus, comparaba la ensalada de la que estoy ahora mismo dando cuenta con el gusto y la propensión pangermánicos por lo “condecorativo”: “…el sentido de lo ornamental se ha desarrollado lo suficiente para que ningún queso llegue a la mesa sin su ensalada…Y andan por aquí personas que únicamente llevan una vida de ensalada. La ensalada convertida en fin en sí mismo…”. 

miércoles, 5 de diciembre de 2012


Recién descendido del taxi en la Von Karajan Platz, la primera visión a mi llegada a Salzburgo es la inquietante escena de un caballo encabritado encapsulado en una urna de metacrilato. “La fuente de los caballos”, leo en la guía, “fue construida a finales del siglo XVII en el lugar en el que se bañaban los caballos arzobispales y representa a un domador intentando someter a la bestia” - decididamente impedida para el salto por la celda de plástico que la rodea-. Lo cierto es que buena parte de los monumentos de la ciudad han sido igualmente protegidos por las autoridades locales, quién sabe si en defensa de las deyecciones de las palomas o en prevención de un posible ataque interplanetario. La imagen de toda esta profilaxis monumental produce al paseante una creciente desazón. Tampoco ayuda la fortaleza de Hohensalzburg, símbolo de la ciudad, continúo leyendo en la guía, homúnculo de piedra informe, pienso para mí, gigantesco Calibán almenado suspendido del modo más amenazante sobre el cielo de la ciudad y erigido, paradójicamente, en defensa de la misma por el arzobispo Gerhard I en 1077.

Asciendo a la fortaleza por un empinado sendero: turistas desfallecidos se dejan caer a uno y otro lado del camino; niños, en el límite de la inconsciencia, se recogen implorantes en el regazo de sus madres o forcejean con sus bolsos reclamando la Nintendo. Padres y maridos, entretanto,  disparan sus cámaras en todas direcciones, los brazos en alto y la nariz pegada a la pantalla. Un safari en un zoológico, pienso para mí, al que me sumo disparando con mi propio aparatejo de elucidación visual. El mar de brazos alzados, tan frecuente hoy en el asfalto de todas las ciudades, se me antoja un desquiciado carnaval de bienvenida a la temida invasión extraplanetaria..

jueves, 29 de noviembre de 2012



Esta mirada,

como un perro ladrándole
a las sombras:

chispazos
de un mechero sin lumbre
en una caverna infinita. 

viernes, 23 de noviembre de 2012



sábado, 17 de noviembre de 2012



lunes, 12 de noviembre de 2012





miércoles, 7 de noviembre de 2012



domingo, 4 de noviembre de 2012



 Conocemos
 la desintegración de las cosas:

 el desplome de todos los caballos
 dentro del ritmo del tiempo;
 la ceniza de los días
 y toda esta luz del cielo;

 todas las sombras.


 Compartimos
 sueños y desvelos,
 las mismas alegrías y
 los mismos duelos;
 los mismos miedos.


  El mismo barco
  en distinto puerto.

lunes, 29 de octubre de 2012



jueves, 25 de octubre de 2012


Conminado Moisés por la zarza ardiente a liberar al pueblo judío de la contumacia y opresión egipcias, le reclama éste al arbusto, juiciosamente, que se identifique: “Si ellos me preguntaren ¿cúal es su nombre?, ¿qué les respondere?” A lo que Dios contestó con un lacónico: “Yo soy el que soy”. De modo que, según el pasaje del Éxodo, pienso para mí, nuestro propio Dios bíblico recurrió a la palabra como fórmula de identificación personal, abriendo con ello las puertas a toda la cantinela alborotada y sordomuda con la que alimento este diario incauto, toda la avalancha verborreica y milenaria con la que el hombre ha ido ahogando de ruido al mundo, en la falsa ilusión de explicarse a sí mismo y de alumbrar a las estrellas todas .

Agotada la palabra, reducida a letra muerta y fósil, parece ahora llegado el turno de la imagen: el hombre, desatado, ha comenzado a reproducir la realidad con facsímiles visuales que pueblan a millones calles y redes internaúticas, con la misma esperanza obtusa y descerebrada de penetrar lo impenetrable. Crece, así, incontenible, el limo visual sobre el que la especie va desaguando sus ilusiones vanas. En el final de los tiempos, consumidos el recurso del fuego y la palabra, Moisés no tendrá más remedio que aceptar el espejismo del que nos hizo víctimas a todos. La zarza del fuego eterno dejó de arder y ninguna sentencia, ni máxima iluminadora, quebró el sabio silencio del desierto. Una mala tarde la tiene cualquiera. 

sábado, 20 de octubre de 2012
























lunes, 15 de octubre de 2012



En esta Tierra hendida
quedarán siempre niños
hurgándose las narices al sol.

Soñadores y extraviados
seguirán saltando sobre su sombra.

Y existe el amor feliz
(lo he conocido).

También hay tardes 
en las que cada objeto
encuentra su nombre,
y una brisa última y fugitiva
te regala una caricia.


martes, 9 de octubre de 2012


Corro bajo la atenta mirada del cancerbero barbado, encaramado en su promontorio como el capitán Ahab en la proa del Pequod. A la salida de la curva, recibo un empellón entre los omoplatos que me tumba sobre la pista. Bocabajo, sin apenas aliento, la mejilla pegada al piso, veo descender la colina, con agilidad inverosímil, al custodio de esta pista deportiva. En el frenesí de su carrera no hay rastro alguno de la habitual cojera. Se acerca ahora con pasos lentos, posa jactancioso su botón ortopédico en mi cara y aferra con su enorme manaza el asta del tridente, clavado a mi espalda con firmeza insólita. Me inquiere, melifluo, sobre la pertinencia de mis carreras diarias en su pista de atletismo, así dice, mi pista de atletismo. Yo intento responder con la mayor educación pero la falta de aire en mis pulmones ahoga todas las respuestas. Acuclillado sobre mi rostro, palmoteándome ahora la mejilla, el jardinero continúa su interrogatorio: me pregunta, no sin ironía, si, a mi juicio, podré caminar en un futuro sin dificultad, no debe ser fácil, añade, andar por ahí con la espalda atravesada por este “tenedor”. Mientras ríe su ocurrencia, yo procuro restar importancia a lo que estoy seguro, así le digo, estoy totalmente seguro, no ha sido otra cosa que un accidente. Consigo de algún modo apoyar el codo en el suelo y recuperar algo de aliento; en esta postura ridícula, de odalisca abatida, de sirenilla trinchada y expuesta al cielo, con el asta del gigantesco espetón descansando parcialmente en el pavimento, la charla cobra un giro más cordial. El jardinero, todavía en cuclillas, ha encendido un cigarrillo. Yo río sus comentarios y mantengo como puedo un aire de feliz casualidad, a pesar de mi espalda dolorosamente taladrada.

Caminamos ahora fuera del estadio, inclino el torso hacia adelante y me llevo las manos a los riñones, para compensar el peso del tridente que baila en mi espalda al compás de cada uno de mis pasos. Ahab ha recuperado la cojera, sobre cuyo fingimiento ya no tengo una conclusión clara. Tal vez, me digo, ha vuelto a cojear en atención a mi lamentable situación y en el calor de esta amistad, pienso para mí, que en el más breve tiempo parece estar sellándose de un modo indeleble, .

Bebemos ahora un par de cervezas sentados a una diminuta mesa. La pared a mi espalda empuja dolorosamente el espetón y me obliga a sorber inclinado sobre la jarra. Mi compañero saborea su bebida en la comodidad de su asiento, erguido el torso prominente,  una mano sobre la rodilla y la otra cubriendo la jarra de cerveza, que desparece en su enorme garra. Ha vuelto a escrutarme, glacial, inspeccionándome de arriba abajo como un cazador a su presa. En un oscuro rincón distingo a  la propietaria de la tabernucha que descansa, autoritaria, una mano sobre el mostrador y farfulla un palabreo ininteligible sin quitarme, igualmente, los ojos de encima. Ahab parece entenderle, asintiendo sarcástico a sus admoniciones secas con suaves golpes de  la barbilla. Su rostro abotargado y la barba amarillenta me producen una creciente repugnancia, que procuro disimular.

Empujado por el miedo y la  náusea, me deslizo con la mayor discreción a un ventanal abierto al vacío, incómodo por el ronroneo inarticulado de la tabernera, cuyo rostro velado por la sombra no consigo adivinar. El ballenero, inflados los párpados y la boca entreabierta, parece abandonado a un sueño injustificable, así le digo, encaramado ya en el vano del ventanal, “no encuentro justificación a su repentina inconsciencia, su desprecio -así le digo, desprecio, continúo  envalentonado- a mi persona, a una relación  en la que, personalmente, tenía depositadas muchas esperanzas. Y debo añadir, sin más demora que el lanzazo del que he sido objeto, y que he puesto todo mi empeño en ignorar, duele enormemente, ¡enormemente! –vuelvo a insistir-. Prefiero, por todo lo dicho, abandonar una situación en la que, con franqueza, no me encuentro nada a gusto”. Es entonces cuando concentro la mirada en el vacío a mis pies; el espetón cabecea en mi espalada, obligándome a un bailoteo ridículo de equilibrista timorato. Vencido finalmente por la gravedad me dejo caer en una extraña nube de luz blanca por la que nado ingrávido, braceando desconcertado en espera del fatal impacto, que no llega nunca.

Despierto bocabajo, mordisqueando las sábanas en un forcejeo insensato. Un mar de oscuridad impenetrable me rodea. En un rincón de la habitación me sorprende el balbuceo invisible y animal de la tabernera que desde el sueño ha cruzado, intrusa, el umbral de mi vigilia. Del sobresalto paso a la indignación, y de la indignación a una aguda punzada en la espalda que estrangula mi llanto de protesta y me descubre el tridente, todavía ensartado en la espalada y cuyo peso me vence de costado. Así, en posición fetal, con una mano aferrada al asta, y la cantinela cavernaria brotando de las sombras, me deslizo a la inconsciencia del sueño. Alguien comienza a golpear con insistencia la puerta del dormitorio…

jueves, 4 de octubre de 2012




domingo, 30 de septiembre de 2012


Corro estos días rodeado de los personajes que se han ido colando en el decurso de este diario fraudulento. Han vuelto a la pista Marco Aurelio y la cantinerita. Después de varias semanas de aguaceros bíblicos, la incombustible pareja de ancianos ha salido al sol como los caracoles. Despojado el primero de su cabalgadura (y  visiblemente mermado tras el lapso estival), se arrastra por el circuito con pasos lentos e inseguros, los codos abiertos y la zancada quebrada y temblequeante. Élla ha sustituido su baño solar por unos tímidos auriculares; ovilla las piernas sobre la hamaca sin rastro alguno del desparpajo juvenil que exhibía, provocadora, antes del verano.

Me invade un súbito sentimiento de protección, de demiurgo preocupado por sus criaturas. Esta  flaqueza paternal me decide a unas breves líneas en las que resuelvo devolver al ciclista su velocípedo perdido: rueda ahora nuestro héroe, furioso, luciendo un deslumbrante  traje de lycra amarilla ceñido a su atlética anatomía; su compañera aplaude con alegría el torbellino de cada uno de sus giros, exhibiendo la escultura de sus piernas con animadas volteretas; en lo alto de la colina han detenido su maquinaria los dos jardineros mientras asoma a su espalda el mismísimo coro de la Abadía de Westminster con el aderezo aullante de unas trompetas celestiales; la pareja  se desliza por la pendiente con ágiles y expertas piruetas de baile, acompañando esta escena, colorista y vivificante, con una animada coplilla -de inclasificable métrica- que compondremos para la ocasión:

Yo no maldigo mi suerte
Porque jardinero nací.
Aunque me ronde la muerte
No tengo miedo al morir.
No me da envidia el banquero
Que de orgullo me llena,
Ser el mejor jardinero
De toda Sierra Morena
De toda Sierra Morena


(coro)

Ya has visto, Tiempo,
Que no todo lo devoras,
Que bailarines y corredores
Pueden vencer  tus horas.

Y, si no, mira a nuestro ciclista,
Amarilla llama sobre la pista;
O a su bella compañera,
Con piernas de quinceañera.

O a nuestros dos agrimensores
Que, con voces de tenores,
Descienden por la colina
Dando cuerpo a esta rima


(jardineros, bis)

Yo no maldigo mi suerte
Porque jardinero nací…


Estalla la pompa de este musical alucinado y caleidoscópico, reventado por la realidad inclemente. Cae el telón de la vida sobre los actores de mi teatro olímpico. Vuelve, en la lejanía, el ronroneo  aletargante de las podadoras y, con él, el trastabilleo descompuesto del ciclista jubilado, despojado nuevamente de su bicicleta. La cantinerita, ensimismada, descuida la carrera de su pareja y regresa, melancólica, al abrazo de la tumbona.

lunes, 24 de septiembre de 2012



jueves, 20 de septiembre de 2012


Vuelta al ruedo tras el paréntesis estival. Sin rastro del orondo Sancho, vigila mi carrera en la pista, infatigable, el agrimensor cojitranco y quijotesco que luce esta temporada una barba espumosa de ballenero nórdico; atiende mi evolución desde lo alto de su colinilla, armado con un gigantesco tridente en cuyos dientes exhibe, amenazante, la hojarasca muerta de este otoño recién inaugurado, ensartada cruelmente en su arpón de jardinero.

martes, 18 de septiembre de 2012


Con cada palabra
una promesa;
en cada palabra,
escondida, una mentira.

Nadie es más sabio
que su propio silencio
y los pájaros
no vuelan  boca arriba.

jueves, 13 de septiembre de 2012


Viaje relámpago a Milán para fotografiar a un célebre músico con el que paseamos por el Duomo y alrededores. Trabajo con media docena de personas a mis espaldas que fotografían, a su vez, la sesión, y me enseñan, felicitándose, las imágenes del artista obtenidas en su móvil. Finalizado el trabajo, vapuleada mi autoría del peor modo, arrastro como puedo mi ego desquiciado por el empedrado de la ciudad. Voy en busca de la Piedad Rondanini, expuesta en el Castillo Sforzesco, y de la que ya dejé constancia en alguna parte de este diario extraviado mío. La talla, de planos secos y sin desbastar, informe y torturada, fue la última obra regurgitada por Miguel Ángel, autor de autores, a golpes de puño y cincel  en los días previos a su muerte, como testimonio, pienso para mí, de su enojo y rebeldía contra la insuficiencia del mundo. La escultura emerge en la sala por encima del grupo de visitantes que giran en torno a la pieza como autómatas aturdidos bajo una esfinge. María asoma sobre la espalda del nazareno, fundidos los miembros de las dos figuras en un abrazo delicuescente y trágico. Contemplo, absorto, esta escena de muda desdicha, con el disco de cabezas de turistas rotando en torno al totémico pedrusco como la pantomima de un lento desagüe de almas camino del Averno. Este pequeño carnaval batusi me lleva a pensar, no sin complacencia, que en el final de los tiempos, terminado el baile, a falta de un suelo que pisar y sin otro asidero para el hombre que el vapor de sus sueños incumplidos, quedará reverberando entre las estrellas, como un eco infinito, este lamento patético de nuestra presencia en el universo, esta herida inconsútil vomitada sobre el mármol, labrado a zarpazos y marcado con los arañazos enrabietados de nuestra indescifrable individualidad.  

viernes, 7 de septiembre de 2012



miércoles, 5 de septiembre de 2012


En unas hojas
que se llevó el viento
llevaba escrita,
podría jurarlo,
la explicación del mundo.

jueves, 30 de agosto de 2012


De regreso en U., apuramos los últimos calores del verano.

Comienza, al final del día, el lento espectáculo de la luna retrepando inmensa y redonda, arrogante casi, sobre el cielo aún azulado, cobrizo por momentos. Vuelve de nuevo esa sensación de intromisión en un teatro al que no hemos sido invitados. El arquitecto Oscar Niemeyer despreciaba el ángulo recto, como un artefacto del hombre que “hiere el espacio”, y explicaba su obra desde una declarada afinidad por la curva, que comparaba con las líneas de un río, el cuerpo de la mujer amada o la propia luna.

Así entendido, pienso para mí extraviado, transcurridos un par de eones (borrado, pues, el hombre de la faz de la Tierra), nuestro celebrado ángulo recto, sobre el que hemos edificado templos, iluminado manuscritos y ajustado  las pantallas de nuestros ordenadores, quedaría reducido  al soplo intruso y contraventor de nuestra existencia   parásita y obsoleta, como el casacajo fosilizado o la reseca piel de una cobayuela extinguida  en la arena hostil del planeta. Recibirá el mundo la visita de una nueva especie invasora, que descubrirá, escondido entre el polvo, el cartabón enterrado de nuestros sueños incumplidos, convertido en prueba y símbolo de la audacia suicida y prometeica de la cultura del hombre toda, de nuestro homérico desacato a todas las formas del mundo.

Pongo fin a mis filosofeos ofuscados y nos acomodamos en el exterior de la casa para atender debidamente el desfile lunar. Nuestra vecina asiste también a la función armada con unas gruesas gafas oscuras, despidiendo igualmente el día desde su trono. Bajo este mismo aspecto, de absurdo incógnito, sorprendí a R. esta mañana pelando, subrepticia, una pequeña montaña de cebollas en su cocina, como quien desmenuza un cadáver. Asegura que el artilugio, regalado por un nieto, amortigua su llanto en las tareas domésticas y que , en el atardecer, la protege de las acometidas de una lechuza asesina, de la que viene siendo víctima inocente, asegura, a la hora del crepúsculo. A decir de los locales, nos explica, el animal se ve atraído por el “brillo en los ojos” de los paseantes incautos cuando el día exprime sus últimos rayos de luz.

En la tradición del pensamiento occidental, sin embargo, la lechuza de Minerva emprende su vuelo en la penumbra para dar cuenta del mundo una vez consumada la jornada. El animal ilustra, de este modo, la vivencia como premisa ineludible del pensamiento (“Primum vivere, de inde philosophari”, primero vivir, después filosofar). Así explicado, la penumbra quedaría como el único escenario posible de conocimiento para el hombre, cegado tanto por la luz del día como por el colapso de las sombras en la noche.

Continúa, entretanto, en el cielo ya oscurecido, la ceremonia lunar, filtrada para nuestra vecina por su armadura 3D, y expuesta en toda su luz para nosotros, que asistimos estupefactos al lento girar del disco en el cielo, indefensos frente a la posible acometida de la fauna nocturna y homicida que nos rodea.