lunes, 30 de enero de 2012


Hoy no prestaré atención a las nubes,
                                 me tumbaré
                                 y cerraré los ojos,
                                 la hierba crecerá a mi alrededor,
                                 hundiré
                                 mis dedos
                                 en el suelo
                                 y, agarrado a estas raíces,
                                 esperaré 
                                 el incendio que se acerca.


sábado, 28 de enero de 2012


Días de frío y sol. Días en los que disfruto de una tregua de mi espinazo traidor y que aprovecho para retomar mi trote olímpico. Corro con una luz baja y metálica, que me acompaña media elipse y se escurre luego por la nuca, para volver a deslumbrarme en el siguiente giro con una  intermitencia hipnótica. Una pareja de ancianos me acompaña estos días en la pista: la mujer se acomoda en una silla de playa, embutida en un bañador de colores brillantes y con la cabeza seccionada en una refulgente bandeja de baño solar; desentumece a ratos el cuerpo con una gimnasia de zarzuela, los brazos en jarras y un giro lento y coqueto de cantinerita.

El marido rueda su bicicleta en sentido contrario al mío, el torso desnudo al sol, tocado con una gorrilla de capitán de yate y con un pantalón a cuadros subido por encima del ombligo; cabalga su bicicleta de paseo como un Marco Aurelio su montura,  saludando a su señora en cada giro, con orgullo y cumplimiento. Cruzamos nuestras miradas en cada vuelta: me encara ufano, la barba alzada y desafiante; yo disimulo entre jadeos mi inspección, con la suspicacia de quien asiste a una aparición mariana o al desembarco de  un ejército invasor. La bicicleta es una Orbea desconchada, con una cesta de reparto todavía encordada al sillín, vestigio de algún remoto trabajo de juventud. La ceremonia de amor feliz se prolonga, sin quebrantos, durante toda la mañana.

lunes, 23 de enero de 2012



El dolor nace en la base del espinazo, en un punto indeterminado entre la columna y la pelvis. Desde este epicentro se expande por todo el cuerpo en ondas concéntricas, hasta asomar palpitante en las sienes y en los dedos ahora entumecidos. Encuentro alivio inclinando el torso hacia adelante y distrayendo el calambre con alguna lectura ocasional. En esta postura oferente, con las manos encogidas sobre el codo como un cirujano en espera de sus guantes, leo en Cioran las siguientes palabras:

“El tedio es el horror del tiempo, la conciencia del tiempo. Quien no es consciente del tiempo no siente tedio”.

La sentencia, me devuelve a la idea del tiempo como artefacto imaginario perpetrado por el hombre, sapiens resabiado, que lograría de este modo, pienso, la caducidad de todo dolor, pero sacrificaría, en su enfrentamiento al mundo, la eternidad de todo placer. El odio y las contingencias todas, ahora episódicos, arrastrarían por contrato al amor, ya nunca eterno.

En este acuerdo del diablo, tan humano, las palabras de Cioran se convierten  en un verdadero acto de fe, en la ofensa de quien encuentra inaceptables las reglas de este juego impuesto, en el que, sin previa consulta, nos es negada la felicidad indeleble. Descubro la misma indignación en Proust, a quien, por cierto, Cioran detestaba, y que,  en sus excursiones por Balbec, culpaba indignado al ferrocarril de nuestra conciencia del tiempo: “desde que existe el ferrocarril, la necesidad de no perder el tren nos ha obligado a tener en cuenta los minutos…”

Desde el prodigio de su inversión literaria, sin embargo, el escritor francés encontró en la evocación el cauce perfecto para su huida hacia adelante, su particular liberación del aparataje temporal: …”pues a los trastornos de la memoria van unidas las intermitencias del corazón…”, escribe, denostando el olvido. Sorprendido, encuentro en Cioran, enemigo de toda nostalgia, la misma expresión, “intermitencias del corazón”, en un sentido completamente opuesto, entendido como una flaqueza que facultara el regreso de las reminiscencias; ya que, para el pensador rumano, “se hace impensable vivir instalados en el recuerdo”.

Para Cioran el reparto de cartas, en esta mano fatal que es la vida, sólo resultaba aceptable gracias al recurso del suicidio -al abandono voluntario de la mesa-, del que se vanagloriaba y exhibía como un derecho innegociable; Proust, acorralado por su frágil salud, encamado en un apartamento sellado al mundo con láminas de corcho, desgrano su obra catedralicia a lo largo de una década, con la urgencia de quien anticipa el final de la partida y la determinación de imponer una moratoria al tiempo: “He puesto la palabra fin. Ahora ya puedo morir”, anunció con dramática satisfacción a su secretaria Celeste.

En el teatro de una batalla similar, soneto en mano, Shakespeare encara al tiempo con estas palabras desafiantes:

No Tiempo, no te jactes de que cambio:
……    ….   ….    ….
Te desafío a ti y a tus archivos:
recelo del pasado y del presente
pues corres a tal ritmo enloquecido
que tu visión y lo que vemos mienten.

ni tu hoz ni tú, te lo juro, impedirán
que siga siendo fiel a la verdad.

miércoles, 18 de enero de 2012


No escribir para ofrecerse como modelo de conducta,
no escribir para ofrecerse como modelo,
no escribir para ofrecerse,
no escribir,
no,
.

viernes, 13 de enero de 2012



miércoles, 11 de enero de 2012




domingo, 8 de enero de 2012


Llego en el final del día a este parque que he convertido en teatro de mi inacción. Con un pañuelo imaginario y el hábil gesto de un ilusionista, ¡hop!, hurto al mundo mi presencia y me convierto en nadie. Ulises, héroe fecundo en ardides, cegó dolorosamente al cíclope Polifemo,  haciéndose pasar por nadie: “Nadie es mi nombre; así me llaman mi padre, mi madre y todos mis compañeros” .

Últimamente mis paseos terminan es este mismo banco, con la cámara fotográfica rendida en el regazo y la tapa sellando su óptica como quien echa la persiana al negocio. El aventurero Ulises cegando al cíclope. A mi lado se ha sentado la figura ya familiar del pensionista, la camisa recién planchada y embutida en unos pantalones de tergal que sujeta con una cuerda; le acompaña su inseparable bolsa de plástico: Nadie es mi nombre”, exhorto a mi compañero de asiento, que se mantiene inmutable.

En estos lapsos interminables, en los que el tedio de siempre se enseñorea de todo el parque, evoco con falsa nostalgia los días  de acción y aventura. Podría desempolvar, reflexiono, mi chaleco fotográfico ultraprofesional, poblado de credenciales periodísticas y mil bolsillos (en los que nunca encontraba nada), color verde-camuflaje (no fuera a ser que me vieran); podría viajar nuevamente a alguna geografía exótica, descalabrada por alguna guerra o un tifón, disfrazando mis veleidades de autor con el compromiso por los demás. Todo por el prójimo y al de al lado pisarlo, tan católico. La inmodestia de pensar en ajustes planetarios cuando la acción poética no tiene más alcance que la extensión de nuestros brazos, el fugaz consuelo de una caricia: “Se bienvenido. ¿A qué distancia están tus fuerzas?”, le pregunta un expectante Ricardo II al fiel Salisbury - cuya soldadesca ha huido cobardemente a manos de Bolingbroke-, “Ni más cerca ni más lejos que este débil brazo…”, le responde, contrito, el galés.

Aterrado, escarbo en mis recuerdos traidores sin encontrar en la memoria de estos últimos días un abrazo redentor. Ojeo de soslayo a mi compañero de banco, su mirada al frente y pegadas las rodillas, que ha dispuesto entre nosotros el hatillo, poblado, descubro con sorpresa, de relucientes manzanas rojas. Congelo un gesto de afecto que, mal medido, podría arruinar este primer acercamiento. Tan sólo alargo el brazo para alcanzar la fruta prohibida, que muerdo con delicadeza casi femenina. A bocados, con calma edénica, liquidamos, una a una, toda las manzanas de la bolsa. Confío a mi libreta este episodio, al modo de un antropólogo consignando su primer encuentro con un bosquimano. En el aire la duda de quién estudia a quién.