lunes, 29 de octubre de 2012



jueves, 25 de octubre de 2012


Conminado Moisés por la zarza ardiente a liberar al pueblo judío de la contumacia y opresión egipcias, le reclama éste al arbusto, juiciosamente, que se identifique: “Si ellos me preguntaren ¿cúal es su nombre?, ¿qué les respondere?” A lo que Dios contestó con un lacónico: “Yo soy el que soy”. De modo que, según el pasaje del Éxodo, pienso para mí, nuestro propio Dios bíblico recurrió a la palabra como fórmula de identificación personal, abriendo con ello las puertas a toda la cantinela alborotada y sordomuda con la que alimento este diario incauto, toda la avalancha verborreica y milenaria con la que el hombre ha ido ahogando de ruido al mundo, en la falsa ilusión de explicarse a sí mismo y de alumbrar a las estrellas todas .

Agotada la palabra, reducida a letra muerta y fósil, parece ahora llegado el turno de la imagen: el hombre, desatado, ha comenzado a reproducir la realidad con facsímiles visuales que pueblan a millones calles y redes internaúticas, con la misma esperanza obtusa y descerebrada de penetrar lo impenetrable. Crece, así, incontenible, el limo visual sobre el que la especie va desaguando sus ilusiones vanas. En el final de los tiempos, consumidos el recurso del fuego y la palabra, Moisés no tendrá más remedio que aceptar el espejismo del que nos hizo víctimas a todos. La zarza del fuego eterno dejó de arder y ninguna sentencia, ni máxima iluminadora, quebró el sabio silencio del desierto. Una mala tarde la tiene cualquiera. 

sábado, 20 de octubre de 2012
























lunes, 15 de octubre de 2012



En esta Tierra hendida
quedarán siempre niños
hurgándose las narices al sol.

Soñadores y extraviados
seguirán saltando sobre su sombra.

Y existe el amor feliz
(lo he conocido).

También hay tardes 
en las que cada objeto
encuentra su nombre,
y una brisa última y fugitiva
te regala una caricia.


martes, 9 de octubre de 2012


Corro bajo la atenta mirada del cancerbero barbado, encaramado en su promontorio como el capitán Ahab en la proa del Pequod. A la salida de la curva, recibo un empellón entre los omoplatos que me tumba sobre la pista. Bocabajo, sin apenas aliento, la mejilla pegada al piso, veo descender la colina, con agilidad inverosímil, al custodio de esta pista deportiva. En el frenesí de su carrera no hay rastro alguno de la habitual cojera. Se acerca ahora con pasos lentos, posa jactancioso su botón ortopédico en mi cara y aferra con su enorme manaza el asta del tridente, clavado a mi espalda con firmeza insólita. Me inquiere, melifluo, sobre la pertinencia de mis carreras diarias en su pista de atletismo, así dice, mi pista de atletismo. Yo intento responder con la mayor educación pero la falta de aire en mis pulmones ahoga todas las respuestas. Acuclillado sobre mi rostro, palmoteándome ahora la mejilla, el jardinero continúa su interrogatorio: me pregunta, no sin ironía, si, a mi juicio, podré caminar en un futuro sin dificultad, no debe ser fácil, añade, andar por ahí con la espalda atravesada por este “tenedor”. Mientras ríe su ocurrencia, yo procuro restar importancia a lo que estoy seguro, así le digo, estoy totalmente seguro, no ha sido otra cosa que un accidente. Consigo de algún modo apoyar el codo en el suelo y recuperar algo de aliento; en esta postura ridícula, de odalisca abatida, de sirenilla trinchada y expuesta al cielo, con el asta del gigantesco espetón descansando parcialmente en el pavimento, la charla cobra un giro más cordial. El jardinero, todavía en cuclillas, ha encendido un cigarrillo. Yo río sus comentarios y mantengo como puedo un aire de feliz casualidad, a pesar de mi espalda dolorosamente taladrada.

Caminamos ahora fuera del estadio, inclino el torso hacia adelante y me llevo las manos a los riñones, para compensar el peso del tridente que baila en mi espalda al compás de cada uno de mis pasos. Ahab ha recuperado la cojera, sobre cuyo fingimiento ya no tengo una conclusión clara. Tal vez, me digo, ha vuelto a cojear en atención a mi lamentable situación y en el calor de esta amistad, pienso para mí, que en el más breve tiempo parece estar sellándose de un modo indeleble, .

Bebemos ahora un par de cervezas sentados a una diminuta mesa. La pared a mi espalda empuja dolorosamente el espetón y me obliga a sorber inclinado sobre la jarra. Mi compañero saborea su bebida en la comodidad de su asiento, erguido el torso prominente,  una mano sobre la rodilla y la otra cubriendo la jarra de cerveza, que desparece en su enorme garra. Ha vuelto a escrutarme, glacial, inspeccionándome de arriba abajo como un cazador a su presa. En un oscuro rincón distingo a  la propietaria de la tabernucha que descansa, autoritaria, una mano sobre el mostrador y farfulla un palabreo ininteligible sin quitarme, igualmente, los ojos de encima. Ahab parece entenderle, asintiendo sarcástico a sus admoniciones secas con suaves golpes de  la barbilla. Su rostro abotargado y la barba amarillenta me producen una creciente repugnancia, que procuro disimular.

Empujado por el miedo y la  náusea, me deslizo con la mayor discreción a un ventanal abierto al vacío, incómodo por el ronroneo inarticulado de la tabernera, cuyo rostro velado por la sombra no consigo adivinar. El ballenero, inflados los párpados y la boca entreabierta, parece abandonado a un sueño injustificable, así le digo, encaramado ya en el vano del ventanal, “no encuentro justificación a su repentina inconsciencia, su desprecio -así le digo, desprecio, continúo  envalentonado- a mi persona, a una relación  en la que, personalmente, tenía depositadas muchas esperanzas. Y debo añadir, sin más demora que el lanzazo del que he sido objeto, y que he puesto todo mi empeño en ignorar, duele enormemente, ¡enormemente! –vuelvo a insistir-. Prefiero, por todo lo dicho, abandonar una situación en la que, con franqueza, no me encuentro nada a gusto”. Es entonces cuando concentro la mirada en el vacío a mis pies; el espetón cabecea en mi espalada, obligándome a un bailoteo ridículo de equilibrista timorato. Vencido finalmente por la gravedad me dejo caer en una extraña nube de luz blanca por la que nado ingrávido, braceando desconcertado en espera del fatal impacto, que no llega nunca.

Despierto bocabajo, mordisqueando las sábanas en un forcejeo insensato. Un mar de oscuridad impenetrable me rodea. En un rincón de la habitación me sorprende el balbuceo invisible y animal de la tabernera que desde el sueño ha cruzado, intrusa, el umbral de mi vigilia. Del sobresalto paso a la indignación, y de la indignación a una aguda punzada en la espalda que estrangula mi llanto de protesta y me descubre el tridente, todavía ensartado en la espalada y cuyo peso me vence de costado. Así, en posición fetal, con una mano aferrada al asta, y la cantinela cavernaria brotando de las sombras, me deslizo a la inconsciencia del sueño. Alguien comienza a golpear con insistencia la puerta del dormitorio…

jueves, 4 de octubre de 2012