viernes, 30 de marzo de 2012


La máxima antes recogida, que alumbró por vez primera, con alegría insensata y en nombre de la ciencia, un mundo bajo la horripilante forma de una esfera sin centro -y remedada posteriormente por la espantada pluma de Pascal-,  tiene como primer padre a Giordano Bruno quien en su Cena de las cenizas (1584) sentenció: “Podemos afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”.

En la Wikipedia leo otro célebre adagio de Bruno, en réplica al tribunal de la Inquisición romana, presidido por  Roberto Belarmino,  que condenó  al astrónomo irredento al fuego de la hoguera por su defensa “pertinaz y obstinada”, así decía la sentencia, pertinaz y obstinada, de la infinitud del espacio: “Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla", habría contestado, premonitorio y desafiante, el astrónomo, a una amedentrada curia.  

Parece que los alumbramientos científicos de hace unos siglos, pienso para mí, que pusieron término a las fantasías góticas de la escolástica medieval y a las alucinaciones literarias de la iglesia, superadas las primeras alegrías, habrían empujado irremediablemente al hombre, empavorecido, fuera de su guarida ptolemaica, fuera del refugio de su madriguera esférica e inmóvil, blindada de ignorancia y  de anillos concéntricos, y lo habrían expuesto, desnudo, al vértigo y  a la intemperie de este espacio absoluto por el que deambula anonadado el individuo, perdido como una cobaya extraviada  en el laberinto indescifrable del tiempo y del espacio. 

jueves, 29 de marzo de 2012


Cenando ayer con JF, me conminaba éste, no sin apremio, a viajar al Tíbet, en razón de lo que juzgó como un cierto aire meditativo, así dijo, meditativo, en mis disgresiones. En nuestra afable charla recuerdo a JF señalando, con su tenedor, el lenguado que adornaba mi plato y calificándolo de “excesivamente plano”. En la inesperada admonición gastronómica percibí un eco de despecho, motivado, pienso ahora, por mi desmedido interés en una idea suya de tintes borgianos, según la cual nuestros recuerdos pasados y las ilusiones todas de futuro estarían enhebrados con el mismo tejido de inventiva; idea, como digo, que despertó un interés mal calculado por mi parte, y que mi interlocutor habría interpretado como fina ironía.

Perdido en estos y otros devaneos, voy conduciendo ahora con la luz del final del día reptando exhausta entre los matojos que acompañan mi carrera a ambos lados del asfalto. Asoman sus lomos de granito redondos pedruscones, engastados en el suelo como caimanes varados en un mar de lodo seco y de silencio; bailotea, también, algún que otro arbusto, oreado al viento y al fulgor ambarino de esta tarde que agoniza. Detengo el coche para asistir, embotado, a los últimos estertores del día: el firmamento se tiñe de una súbita llamarada ocre sobre la que se extiende, inabarcable, la pared amoratada, negra por momentos, del cielo infinito. Refería Borges de Pascal su aversión a la infinitud del espacio absoluto: “Una esfera espantosa cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”, habría escrito, abismado, el filósofo –que debió percibir en su sentencia una flaqueza anticientífica, ya que ocultó, culpable, bajo una tachadura, este desahogo subversivo -.

Y sigo pensando en la charla de ayer noche y en esta propensión mía a la estupefacción metafísica. Apagado el motor, en el silencio sólo interrumpido por el gorjeo de algún pajaruelo despistado,  rodeado por la arena y el viento de esta carretera ignota, aguardo con mosaica paciencia alguna señal de este cielo que, una vez más, resulta sordo a mis plegarias.  Vinculaba Cioran la melancolía a la justa defensa del hombre frente a la idea de lo ilimitado, sublimando, así, su soledad y desabrigo en el teatro inabarcable del cosmos. Subrogado el aislamiento, la melancolía –añadía el pensador rumano- podría incluso conferir un “carácter voluptuoso”, asi decía, voluptuoso, a nuestra conciencia de la infinitud.

Este último extravío mío me decide a abandonar la guardia al volante (¡plan b!, pienso para mi) y a sacar del maletero un helicóptero teledirigido, adquirido en los chinos por veinte euros, con cuyo melancólico ronroneo pienso distraer el silencio impuesto por los hados. Gira a mi alrededor el moscardón electrónico, desafiando con su vuelo la gravedad y el cielo todo, repartiendo su silueta vengativa sobre un horizonte que devora lentamente los últimos rayos de luz. Desde la carretera, el bocinazo socarrón de un vehículo en la lejanía despide el día con su música.

lunes, 26 de marzo de 2012


Viaje a Bruselas, ciudad de adoquines desparejos y con un cielo hendido por gabletes centenarios. Largos paseos trastabillantes con el infatigable AP recitando a San Juan de la Cruz y mucha cerveza y mejillones. Visitamos el estudio del pintor Zurstrassen, a quien fotografío al final del día mezclando azules como quien reinventa el cielo. En el Museo de Bellas Artes de la ciudad, el Marat de David:  asesino santificado, ebúrneo, con su herida mortal sin mácula, apuñalado en la bañera por la girondina Carlota Corday, que viajó desde Normandía, con un cuchillo escondido en sus ropas, para “acabar con la bestia y salvar a Francia”. La pintura, perfumada, idealista, engañosa y cautivadora, aparece calificada por algún crítico, leo en el folleto, como “terrible bella mentira”.

viernes, 23 de marzo de 2012

 
Mi aspecto esta mañana no es el mejor. Puedo advertirlo en el gesto espantado con  que la asistenta posa un café en mis manos antes de mi habitual desbandada doméstica. En la puerta tropiezo con un libro abandonado en el suelo y una rosa, que mi torpe salida ha triturado contra el piso. Resultan unos sonetos de Shakespeare prestados a la vecina y que mi memoria aturdida había olvidado por completo. En la planta superior se escucha el golpeteo de su infatigable escobón entreverado con alguna tonadilla distraída con la que acompaña la limpieza diaria de la escalera. Desciendo de puntillas los escalones, escondiendo en mi bolsillo, culpable, la flor descompuesta…

martes, 20 de marzo de 2012





domingo, 18 de marzo de 2012

 
                                  Una mañana en la que el agua
                                  de tanta lluvia
                                  devora el suelo
                                  y cansa la mirada.

                                  Empaño con palabras
                                  este cristal que me separa del mundo,
                                  suspendido en una alfombra
                                  que amortaja la tierra
                                  y salva mi caída.

                                  Dos hienas ciegas
                                  arañan las paredes de mi armario.


miércoles, 14 de marzo de 2012

 
Extranjero en esta ciudad del interior, a la que acudo para impartir una conferencia y entregar al público mis iluminaciones de oráculo fotografiante. Entre los asistentes, un jubilado; el gabán y el periódico pulcramente doblados sobre el regazo, que utiliza como apoyo para una libretilla en la que anota con entusiasmo todos y cada uno de mis comentarios. Me pregunta con insistencia policial sobre la afinidad de mi fotografía por el blanco y negro, sobre el  modelo de mi cámara, sobre la razón de mis yerros técnicos (la abundancia de imágenes trepidadas o desenfocadas), etc. Avanzada la charla descubro, estupefacto, a mi interrogador entregado con distracción voluptuosa a la lectura de la prensa deportiva, que ha desplegado en medio del auditorio en todo su velamen. Reprimo un ardor asesino que me sube por la garganta; congelo un salto de bestia herida sobre el incauto espectador al que, pelota a pelota, obligaría con alegría vengativa, a tragarse cada una de las páginas coloreadas de su periódico infame.

De regreso al hotel me pierdo entre callejuelass estrechas, rebuscando mi sombra por el suelo. En cada cristalera asoma un rostro amenazante, de mirada oblicua, en demanda, presumo yo, de una explicación que, podría jurarlo, no debo a nadie. Crece mi sensación de ahogo y la espalda se agarrota en espera de un empellón traidor a la vuelta de cada esquina. Queda anulado cualquier intento de divagación; incluso, porqué no decirlo, cualquier intento de conciliación con ese entorno hostil, amenazante en grado máximo, que me devuelve, sin yo desearlo, al ensimismamiento y al refugio de mi propia compañía.

En el interior de mi habitación -la 212-, giro por dos veces la llave de la puerta:  “Muro contra muro”, escribió el poeta.

 

viernes, 9 de marzo de 2012


miércoles, 7 de marzo de 2012


domingo, 4 de marzo de 2012

 
“Dios”.

En este poemilla, telegráfico y multifuncional,  que regalo al mundo, están contenidos todos los posibles usos del Verbo. Sirve como lamento o como expresión de la más insuperable alegría; ilustra desconcierto, pesar, abulia o sorpresa; para los metafísicos, incluso, puede ser expresión de la causa última: no en vano, en la secular batalla frente a los nominalistas, el realista Duns Scoto, el “doctor sutil”, irlandés y franciscano, postulaba que la sola enunciación de Dios era prueba de su existencia. Esta máxima escolástica, expresada en su momento con arrobo científico, alcanza hoy –sin pretenderlo su dueño- un desconcertante vuelo poético. “Dios”, en este destello verbal y, en esencia, prometeico, aparecen resumidos todos los asaltos fracasados al muro impenetrable de la existencia.

Sobre las veleidades prometeicas del ejercicio artístico, otro ilustre irlandés, Samuel Beckett, se muestra lapidario: “Pues entre mí y ese miserable” –en alusión al pobre Prometeo- “que se burló de los dioses, inventó el fuego, desnaturalizó la arcilla, domesticó al caballo, en una palabra condenó a la humanidad, espero que no haya nada en común”. Con estas palabras, el escritor irlandés pone tierra de por medio, y se aleja de la presunción clásica, hoy obsoleta, del artista omnisciente y omnipotente.

Admitido que la palabra sea poco más que su propio eco (el flatus voci, el soplo en la boca, medieval), quedaría tan sólo el recurso del silencio, arruinado con salvaje persistencia por nuestra cháchara primate. En este uso enfermizo de la palabra, sin embargo, los más recalcitrantes escépticos, por más distancia que tomen de Prometeo, delatan el anhelo eternamente incumplido de alumbrar la maraña existencial con la lógica del Verbo, y la continua derrota del hombre en este juego de dioses al que, parece, no hemos sido invitados. Parafraseando a Octavio Paz, somos poco más que la purita sombra que arrojan nuestras palabras. Aunque no es menos cierto que en este  fracaso continuado, revive indeleble la esperanza (ingenua) de alumbrar, con la llama poética hurtada a los dioses, esta penumbra sideral en la que levitamos todos sin rumbo alguno.