domingo, 30 de octubre de 2011


miércoles, 26 de octubre de 2011


“Ud. parece huir del centro”, con este comentario el conocido periodista Bernard Pivot resumía su impresión sobre el carácter fronterizo de la vida y obra de la escritora Marguerite Yourcenar. “El centro está en todas partes”, respondía la escritora, “para mí el centro está en esta mesa en la que usted y yo hablamos”.

Recuerdo la entrevista viajando en coche al oráculo de Delfos. Lugar, explica nuestro guía durante el trayecto, sobre el que dos águilas enviadas por Zeus se cruzaron en el cielo para señalar con su vuelo el centro del mundo. Recibo la noticia con  alegría cortés, aunque reconozco en mi fuero interno una vaga sensación de ultraje, la ofensa de verme despojado por designio divino, de un atributo que  hasta este momento tenía como propio: la certeza, ahora expugnada, de que el centro de todas las cosas me acompañaba allá donde yo fuera.

El sol del mediodía ha convertido el mar en una cegadora bandeja de plata. Nuestro vehículo serpentea en un coqueteo infatigable con el agua, acercándose y alejándose de la costa con la intermitencia de una danza hipnótica.  Acunado por el vaivén de nuestra marcha y por la brisa revoltosa que se cuela por mi ventanuco, me abandono a una breve -y mediterránea- siestecilla.


A nuestra llegada a Delfos leemos una descripción del oráculo, célebre, parece, por la ambigüedad de sus predicciones, en el que  pitonisas transportadas por el pneuma enthousiastikon, exhalación sagrada -"y sin duda alucinógena", añade la guía-, decidían guerras y sacrificaban ejércitos. Vemos expuesta una copia romana del ónfalo, la piedra que señalaba en Delfos el ombligo del mundo, y en la que se puede leer la siguiente inscripción:  

Conozco el número de los granos de arena, y la medida del mar; entiendo a los idiotas y oigo a aquel que no habla.

En nuestro camino de regreso, destronado de mi centro universal por la prueba irrefutable del ombligo griego y petrificado, pienso, no sin rencor, en el excesivo valor que los antiguos concedieron al entendimiento con los idiotas y  a la verdadera dimensión del mar, cualquiera que esta sea. A medida que nos alejamos de ese entorno de piedra milenaria, y con los restos del día apagándose en un horizonte despejado, me detengo para anotar en la libreta un apunte breve: la conciencia del paso del tiempo puede ser un prueba de debilidad y no es obligada. Qué demonios quiero decir con esto, no podría asegurarlo: si acaso elevar una tímida protesta al imperio de Cronos, de cuyo inexorable paso ha quedado en prueba toda la celebrada ruina helénica que visitamos estos días; o calmar, supongo, durante unos minutos, mi enojo con el olimpo griego, a quien debo esta humillante conciencia de mi condición perecedera y descentrada.  A fin de cuentas, pienso para mí, la situación de extranjero es incondicional a todo viaje: desplazados del centro, asumimos una posición periférica, de espectador, que la propia Yourcenar celebraba en la mencionada charla al referirse a la condición viajera de su Adriano (la célebre recreación literaria del emperador romano) con estas palabras: “…buscaba poner en cuestión lo que se supone que es el centro, buscaba la libertad del forastero, el extrañamiento y esa mirada que nos permite juzgar…”

La noche envuelve el vehículo en el que regresamos a Atenas. Los postes de luz que orillan la carretera brillan con morosa cadencia a la luz de nuestros faros. Asistiremos la siguiente jornad, y en primera fila, a la batalla futbolística del estadio del Olympiakos: sobre el césped, los gritos mercenarios de los jugadores pugnando por la victoria; a mi espalda, un claroscuro de bengalas cegadoras y sombras  susurrando secretos al oído; presionando mis hombros, podría jurarlo, dos pesadas manos de gruesos dedos (el divino Zeus) que impiden mi salto heroico a la hierba y sellan mi puesto entre los espectadores, obligándome, una vez más, a la feliz periferia del viajero.

sábado, 22 de octubre de 2011


La carretera parpadea en la ventanilla
                       en una fuga continua.

                       El tiempo sucede al tiempo.

                       Cada imagen
                       es una despedida,
                       la crónica
                       de una futura ausencia.

                       Todo va quedando atrás.

                      
                       Polvo y nubes se mezclan
                       en la línea del horizonte;

                       un circo de periferia
                       aletea sus lonas al viento,
                       clavado a la tierra
                       como una promesa incumplida,

                       vacío.

lunes, 17 de octubre de 2011








































































viernes, 14 de octubre de 2011


Una noche de sueños e intermitencias. En el intento de girar mi cuerpo en la cama, el codo golpea inesperadamente el techo, que descubro suspendido, del modo más inexplicable, a un palmo de la cara. Mis ojos se cierran, rechazando, no sin terror, una situación de todo punto inaceptable. Desde mi voluntaria ceguera espero con impaciencia el regreso del sueño…quenospera, quenostrella, aunque babalsando conestiendo en muchas cuestas y abajo, enzulado y comoscuro, embiéndome enespera y yastayocreo yasta o luego y aquevenga. No tengo la pared,no la tengo, pero empujando y en detrás con las manos y apuntitos yasaltitos se verá detrás alacabeza le faltan pasas y le bailan parantenas de comonidad…yvueno yastabien… en muchos pasitos y pasillos empuertas con alguien quenonves se estará poniendo o ya llega…


lunes, 10 de octubre de 2011


Con el ánimo nublado y extraviado en mis pensamientos, he vuelto un día más a este apeadero sin gobierno, buscando no sé bien el qué. Avanza la mañana y apenas si quedan autobuses en el pavimento desnudo; dos o tres figuras desorientadas se tambalean en un asfalto requemado por el calor de un día nuevamente inútil. Nubes de tormenta asoman, informes y sin gracia alguna, en lo que, hasta ahora, había sido un horizonte despejado.

A decir de Montaigne, Julio César, enfrentado a sus legiones amotinadas en la conquista de las Galias, tan sólo opuso “la autoridad de su rostro y el orgullo de sus palabras”. Añade el escritor francés que tan seguro se hallaba el militar de sí mismo y de su fortuna que no temía confiarla a un ejército de sediciosos, en prueba de lo cual acude a unas palabras de Lucano que describe cómo César:

“Se plantó sobre una plataforma
 de césped con el rostro impasible y, por no sentir miedo,
 se torno digno de terror.”

La representación de la auctoritas imperial en la estatuaria romana añadía al saludo del mandatario latino  una ramita de laurel que ceñía habitualmente la efigie cesarina: “El uso de esta corona, propia, inicialmente, de corredores y poetas, fue extendiéndose con el paso del tiempo a los éxitos militares de los generales latinos. Consagrado a Apolo, valedor de las Artes, arquero consumado y protector de rebaños, el laurel”, -amén de alimentar la insaciable vanidad de su portador, añado para mi-, “se decía invulnerable al rayo”, Wikipedia dixit.

El repaso de mis notas me devuelve un eco de autoridad poética; envalentonado por mi lectura, y escudado, porqué no reconocerlo, en mis laureles pararrayos –protegido, así, de cualquier descarga celestial- camino con paso decidido hasta el centro de este escenario sin público, alzo mi dedo imperial y, con un grito a las nubes, reclamo el gobierno indiscutido de ese territorio, el de las cocheras, que, desde hoy y para siempre, declaro sin sombras.

El cielo, ahora cubierto, comienza a descargar una lluvia suave que me obliga a un trotecillo humillante, de perro abandonado. Mi grito ha concitado a un grupo de empleados de seguridad, de negro uniforme, arracimados como cuervos en la cancela de la estación. En mi huida de fugitivo sin norte, sorteo como puedo a esa caterva embrutecida, las frentes hundidas y los pulgares enfundados en pesados cinturones, de los que cuelgan todo tipo de municiones y armas de la más alta precisión y tecnología. Los galones estrellados de sus hombreras acreditan, de modo indisputable, su autoridad sobre un territorio que, obligado es reconocerlo, ya no me pertenece. Asumida mi derrota en la batalla, decido un cambio de escenario y la búsqueda de alguna nueva frontera que ensanchar.

viernes, 7 de octubre de 2011


Recurría al espejo en busca de un certificado
       de su existencia,
       de la que dudaba continuamente.

       Al temor de enfrentarse al Vacío,
       sucedía el fugaz encuentro
       con un extraño
       de arrugado ceño,
                                                         que resultaba ser él mismo.

       El Tiempo (molinillo infatigable)
       reducía ese breve destello
       de certeza
       a un recuerdo que,
       como toda memoria,
       resultaba poco más que
       una vaga ilusión.

miércoles, 5 de octubre de 2011



 
Un nuevo día inútil.

Confinado en las cuatro paredes de una habitación cada vez más estrecha, dejo caer en la mochila mi libreta y la pequeña cámara, decidido a un viaje sin destino ni otra intención que la de distraer el tedio de una jornada que parece no avanzar.

Llego a la estación perdido entre viajeros embotados que arrastran sombras y maletas, aturdidos bajo el peso de un sol inclemente, vertical, que agota la mirada. El apremio y la ilusión iniciales de un viaje sin rumbo van cediendo poco a poco a una sensación de extrañeza y desconcierto que me empujan a un improvisado asiento en el suelo. Postrado sin decoro alguno, observo los autocares, varados como leviatanes en su propia humareda, liberándose ordenadamente de la orilla asfaltada y cerrando las puertas con un bufido. Un pasajero desahuciado en tierra, que bien podría ser yo mismo, alza la mano desde el andén, en un último gesto de abandono y desmayo.

El saludo petrificado de mi compañero de naufragio me recuerda al de muchas estatuas imperiales: “el imaginario clásico encarnaba con un dedo alzado la auctoritas, la preeminencia social, del mandatario romano”, confirmo en la Wikipedia. Aumentada la imagen en  pantalla, el gesto del laureado auctor tiene poco de caudillaje y mucho de demanda patética, en el límite de la admonición o de la protesta pura, que reconozco en mis propias veleidades de autor y detecto ahora en el desconsolado viajante.

En estos momentos de abandono y contemplación sin objeto, la nuca en la pared y el culo sellado al suelo, pienso en mi presumida autoría, en mi doble condición de náufrago y soberano de un territorio sin más extensión que la de esta libreta, a la que confío mis notas y algún poemilla incauto; pienso, igualmente, en mis fotografías obligadas al rectángulo, en cuyo marco me empeño, osadía de osadías, en resumir el mundo. De este modo, sigo pensando para mi, con palabras que encierran promesas que encierran mentiras, o desde los destellos de una cámara con la que pretendo congelar un tiempo del que me finjo dueño, me defiendo, como puedo, de este mundo descalabrado; mundo que a sus múltiples pandemias (mares de agitaciones bíblicas, desajustes tectónicos injustificables, etc., etc.) añade la de la sobrepoblación de artistas, familia parásita de amplísimo espectro, en la que, se hace inevitable, debo incluirme yo.




Ha comenzado una suave lluvia. Te balanceas en silencio, indiferente a la noche que se ha adueñado ya del patio y envuelve con un único manto de sombra los columpios. Levantas tu mirada con la luz de todas las galaxias y el brillo argentino de todos los amaneceres de Neptuno. En la rodilla tienes un accidente, me explicas, y Dar-Wader es fuerte porque, está claro, tiene el culo negro como las hormigas.

En mi vigilia apotropaica, acecho ceñudo la noche oscura,  atento a un posible ataque intergaláctico, a una invasión de tropas imperiales que asole nuestro endeble mundo. Pienso en el medio siglo que nos separa, en mi futura ausencia, en la frágil protección del testamento inútil que son
las palabras
que sacarás de esta botella
que lanzo al tiempo.

Colgarás, entonces, de las orejas
tu sonrisa de media luna
y dejarás que las estrellas
de este mismo cielo
alumbren el recuerdo del instante

en que mi mano se refugió en tu pelo.

El momento en el que, entre tú yo,
no había más distancia
que la que separa el corazón
de la palma de mi mano,

que es la medida de un abrazo.

El segundo infinito
en el que obtuve
la certeza de mi propio pulso
y del ritmo de tu respiración,

que son el rumbo del mundo.

Y seguirás vigilando  la lluvia por mi.





martes, 4 de octubre de 2011


Prietados ojos en las luz contralmada y suave calor de ropa junta debajo de mi controlo con codo y oscuro morado en los lados parala ropas. También en el perso hundido digo oscuro y sigo ambueltas y sigo mido y sigo porque ya mejor mesta escuro, aunque, vaya, iguala no y ayque o ayqueno. Parapies yastiempo, ocultito y arrugado, pero qué va desiempre bastabip y bueno bipbip sinostamos otrotiempobipbipbip…


El martilleo inclemente del despertador forcejea con mis parpados. Preferiría no hacerlo, preferiría no hacerlo…