domingo, 3 de noviembre de 2013


El amable y paciente lector de estas notas conoce ya la aversión y el aborrecimiento sin límites, la náusea profunda, abisal e inextirpable, que el estamento médico provoca en quien esto escribe. Viene esto a la punta de mi pluma, que diría el poeta, porque he pasado el último mes sometido a la repetida tortura de un osteópata con vapores de filosofastro. Hundido mi cuerpo en la camilla, el facultativo me envuelve al final de cada sesión en un abrazo lúbrico y humillante, dejando caer el peso de todo su cuerpo sobre mi aplastado torso, del que aflora una escalada horrible de crujidos y agónicos estertores. Es en esta postura ultrajante, poco menos que pornográfica, cuando el galeno, venido a más, comienza a susurrar en mi oído sus consejos y admoniciones terapéutico-edificantes.

Me explica el sanador, su aliento en mi oreja, que el agarrotamiento de mi espalda toda (el desajuste de los tendones y  de las ligaduras que mantienen milagrosamente en pie el cascado andamio de mi anatomia) bien podría deberse al purito abatimiento de mi persona: “que no son, ésas, formas de sentarse -me añade conminatorio-, plegando el espinazo y con los hombros rendidos a un peso imaginario –así me dice: con los hombros rendidos a un peso imaginario-“.

El ritual injurioso del psicomasaje  se repite todas las semanas, con el filisteo embrutecido entregado sin control a la gimnasia obscena ya descrita y a sus desatadas fílípicas, encaramado a mi estrujado tórax como un primate perturbado abandonado sin freno a una feroz cópula, con los aspavientos de un zulú (sigo pensando extraviado) coronando la cima de alguna montaña indómita, escapado de la jungla oscura e incivilizada que nunca debió abandonar.