El amable y paciente lector de estas notas conoce ya la aversión y el
aborrecimiento sin límites, la náusea profunda, abisal e inextirpable, que el estamento médico provoca en quien esto escribe. Viene esto a la
punta de mi pluma, que diría el poeta, porque he pasado el último mes sometido
a la repetida tortura de un osteópata con vapores de filosofastro. Hundido mi cuerpo en la camilla, el facultativo me envuelve al final de cada sesión en un abrazo
lúbrico y humillante, dejando caer el peso de todo su cuerpo sobre mi aplastado torso, del que aflora una escalada horrible de crujidos y agónicos
estertores. Es en esta postura ultrajante, poco menos que pornográfica, cuando
el galeno, venido a más, comienza a susurrar en mi oído sus consejos y admoniciones
terapéutico-edificantes.
Me explica el sanador, su aliento en mi oreja, que el agarrotamiento
de mi espalda toda (el desajuste de los tendones y de las ligaduras que mantienen milagrosamente en pie el
cascado andamio de mi anatomia) bien podría deberse al purito abatimiento de mi
persona: “que no son, ésas, formas de sentarse -me añade conminatorio-,
plegando el espinazo y con los hombros rendidos a un peso imaginario –así me
dice: con los hombros rendidos a un peso imaginario-“.
El ritual injurioso del psicomasaje se repite todas las semanas, con el filisteo embrutecido
entregado sin control a la gimnasia obscena ya descrita y a sus desatadas fílípicas,
encaramado a mi estrujado tórax como un primate perturbado abandonado sin freno
a una feroz cópula, con los aspavientos de un zulú (sigo pensando extraviado) coronando
la cima de alguna montaña indómita, escapado de la jungla oscura e incivilizada
que nunca debió abandonar.