Voy conduciendo por la autopista con la sola compañía de la noche y
del parpadeo fugaz de las farolas escapando a mi espalda como supernovas. Algo
tiene el deslizarse, solitario, por el asfalto, pienso para mí, que invita a la
lucubración y a las sentencias metafísicas. Que
el acto creativo es una moratoria impuesta al tiempo, pienso, por ejemplo,
ensimismado. Me recreo, complacido, en mi ingenio intelectual: a saber si de
esta iluminación pascaliana no sacaría yo todo un edificio filosófico. Aunque
bien pensado, lo de “acto creativo” tiene un eco de cópula obscena que aleja la
sentencia de la higiénica concisión del yo y sus circunstancias, o del pienso
luego existo, etc. Tampoco ayuda lo de “moratoria impuesta al tiempo”, un poco
como Cronos reducido a golpes y exhibiendo sus cardenales.
En la emisora local un fotógrafo explica su trabajo: presume,
orgulloso, del tamaño de las imágenes de su exposición, setenta y cinco por
cincuenta centímetros, “que es un tamaño, ya, importante”, sentencia, y
advierte a los oyentes del peligro del photoshop porque “si la luz le da a un
jarrón por la derecha, vas tú y se la pones por la izquierda, y eso no está bien –añade con melancolía-“.