miércoles, 4 de septiembre de 2013


Al principio pensé en un espantapájaros, aunque la brusquedad del gesto y el repentino desparecer entre las espigas me obligaron a frenar el vehículo, estupefacto, clavando la mirada en el punto de mi alucinación absurda. Conducía temprano en dirección a la autopista, las tres casonas del barrio de U. a mi espalda y por delante, a media hora escasa, la tórrida perspectiva de un día trabajo en la ciudad. Volaban bajos los cuervos, como sorprendidos en alguna falta, con el cogote encogido en sus primeros aletazos de huida y tosiendo al viento  su habitual graznido. El calor de la mañana disolvía los últimos restos de una niebla que humeaba aún sobre el asfalto y flotaba, juguetona, entre la panoja. Fue entonces cuando, abandonado a mi trance contemplativo desde el coche y despidiéndome de mi selvático edén, un destello inusual, como de felino emboscado entre las hierbas, llamó mi atención y me obligó a detener el vehículo en la carretera.

Con la ventanilla del coche bajada (pero el motor en marcha) y atento a cualquier sonido sospechoso (para huir a tiempo), transcurrió un largo minuto de cruel suspense. Durante la tensa espera recompuse mentalmente, con lúcida convicción, la gorrilla azul y el chaleco, de un pálido amarillo huevo, que, estaba seguro, acababa de ver desparecer engullidos por las altas hierbas. Quedaba descartada, pues, una embestida de mastines salvajes, aunque la amenaza de algún Freddy Kruger local abandonado a las drogas y a los instintos bajos me resultaba igual de repugnante.

Superado el inacabable minuto, emergió de entre el océano de hierba, trastabillante y sin resuello, dando brazadas y balbuciendo disculpas… ¡nuestra vecina R.! Sin resto alguno del sofisticado tocado parisino, con los ojillos culpables encogidos a la sombra de una viserilla de béisbol inclasificable, la conspicua R. me confesaba, a trompicones, sus asaltos furtivos a la higuera del vecino, a los que viene entregándose con fría y calculada regularidad todas las mañanas de este último mes. Lo cierto es que, ofrecida la cestilla en la que descansaba la fruta prohibida, embaucado del peor modo (pienso para mí), no pude sustraerme a la tentación de un mordiscazo fatal, sellando, así, mi destino al de mi furtiva compañera. Hoy por ti mañana por mí, parecían cantar con muda sonrisa el coro de sirenas que yo imaginaba bailoteando bien al fondo del océano azul de su mirada.