Al principio pensé en un espantapájaros, aunque la brusquedad del
gesto y el repentino desparecer entre las espigas me obligaron a frenar el vehículo,
estupefacto, clavando la mirada en el punto de mi alucinación absurda. Conducía
temprano en dirección a la autopista, las tres casonas del barrio de U. a mi
espalda y por delante, a media hora escasa, la tórrida perspectiva de un día
trabajo en la ciudad. Volaban bajos los cuervos, como sorprendidos en alguna
falta, con el cogote encogido en sus primeros aletazos de huida y tosiendo al
viento su habitual graznido. El calor de la mañana disolvía los últimos
restos de una niebla que humeaba aún sobre el asfalto y flotaba, juguetona,
entre la panoja. Fue entonces cuando, abandonado a mi trance contemplativo
desde el coche y despidiéndome de mi selvático edén, un destello inusual, como
de felino emboscado entre las hierbas, llamó mi atención y me obligó a detener
el vehículo en la carretera.
Con la ventanilla del coche bajada (pero el motor en marcha) y atento
a cualquier sonido sospechoso (para huir a tiempo), transcurrió un largo minuto
de cruel suspense. Durante la tensa espera recompuse mentalmente, con lúcida
convicción, la gorrilla azul y el chaleco, de un pálido amarillo huevo, que,
estaba seguro, acababa de ver desparecer engullidos por las altas hierbas.
Quedaba descartada, pues, una embestida de mastines salvajes, aunque la amenaza
de algún Freddy Kruger local abandonado a las drogas y a los instintos bajos me
resultaba igual de repugnante.
Superado el inacabable minuto, emergió de entre el océano de hierba,
trastabillante y sin resuello, dando brazadas y balbuciendo disculpas… ¡nuestra
vecina R.! Sin resto alguno del sofisticado tocado parisino, con los ojillos
culpables encogidos a la sombra de una viserilla de béisbol inclasificable, la
conspicua R. me confesaba, a trompicones, sus asaltos furtivos a la higuera del vecino,
a los que viene entregándose con fría y calculada regularidad todas las mañanas
de este último mes. Lo cierto es que, ofrecida la cestilla en la que descansaba
la fruta prohibida, embaucado del peor modo (pienso para mí), no pude sustraerme a la tentación
de un mordiscazo fatal, sellando, así, mi destino al de mi furtiva compañera. Hoy por ti mañana por mí, parecían
cantar con muda sonrisa el coro de sirenas que yo imaginaba bailoteando bien al fondo del
océano azul de su mirada.