Apuramos los últimos días de nuestras cortas, relampagueantes,
vacaciones en U. Cierra el censo de este rincón hurtado al tiempo el vecino J., del
que todavía no he hablado. J. vive en una caravana rodeada de vehículos
desventrados, los capós abiertos en un bostezo sempiterno, de caimán aletargado;
las máquinas lucen al sol sus motores exhaustos, en espera de la sabia y beatífica
reparación de su dueño, que no llega nunca. Desperdigadas por el terreno
aparecen válvulas, cilindros, y otros vestigios mecánicos innombrables, que
confieren a la escena un permanente estado de accidente aéreo. La estrella de
la manada es un wolkswagwen beetle de
la segunda guerra mundial –cuando menos, eso asegura su propietario- en cuyas
fauces asoma habitualemente J. a medio engullir, sumergido el torso en el laberinto
motorizado y con el trasero apuntando al cielo. El vecino se enfunda todas las mañanas,
disciplinado, un mono azul y se acompaña en las tareas de Joper, un perrete
zoológicamente inclasificable, resultado del algún cruce espurio de la fauna
incontrolada de los alrededores, y que mantiene airoso un trotecillo circular,
levogiro, en la estela de un único
ojo, siempre alerta, que exhibe
engastado en su pequeño rostro de ratuela liofilizada. El tuerto animalillo
atiende al mohicano nombre de Ojo Perdiz, “Joper” como queda dicho, y asalta con
ladridos de alimaña enloquecida a cualquiera que se acerque a su amo, de cuyo
tobillo apenas se separa.
Pasan lentas las horas y J. responde con morosidad filosófica a mis
preguntas, que voy repartiendo al viento a lo largo de la tarde, intrigado,
como estoy, por su secretismo druídico, por la escondida fórmula que ha
permitido a mi nigromante vecino, de modo sostenido e incuestionable, no
reparar uno sólo de los vehículos que han ido amontonándose en la parcela a lo largo de estos últimos meses.
Bailotea entre las ramas una ligera brisa que anuncia, con su soplo, el final de
la jornada. J. enciende un cigarro y se limpia las manos en el trapo con la
ceremonia de un cirujano satisfecho. Clava la mirada en el motor del vehículo recién intervenido y
sentencia, no sin complacencia:
- Va a ser la biela.
Recibe Joper el diagnóstico de su amo con mudo estupor. El único ojo
bien abierto, deslumbrado ante la máxima iluminadora e incontrovertible de su
amo. Carpe Diem, parece pensar para
si satisfecho, un día logrado.