miércoles, 10 de abril de 2013



Apuramos los últimos días de nuestras cortas, relampagueantes, vacaciones en U. Cierra el censo de este rincón hurtado al tiempo el vecino J., del que todavía no he hablado. J. vive en una caravana rodeada de vehículos desventrados, los capós abiertos en un bostezo sempiterno, de caimán aletargado; las máquinas lucen al sol sus motores exhaustos, en espera de la sabia y beatífica reparación de su dueño, que no llega nunca. Desperdigadas por el terreno aparecen válvulas, cilindros, y otros vestigios mecánicos innombrables, que confieren a la escena un permanente estado de accidente aéreo. La estrella de la manada es un wolkswagwen beetle de la segunda guerra mundial –cuando menos, eso asegura su propietario- en cuyas fauces asoma habitualemente J. a medio engullir, sumergido el torso en el laberinto motorizado y con el trasero apuntando al cielo. El vecino se enfunda todas las mañanas, disciplinado, un mono azul y se acompaña en las tareas de Joper, un perrete zoológicamente inclasificable, resultado del algún cruce espurio de la fauna incontrolada de los alrededores, y que mantiene airoso un trotecillo circular, levogiro,  en la estela de un único ojo, siempre alerta,  que exhibe engastado en su pequeño rostro de ratuela liofilizada. El tuerto animalillo atiende al mohicano nombre de Ojo Perdiz, “Joper” como queda dicho, y asalta con ladridos de alimaña enloquecida a cualquiera que se acerque a su amo, de cuyo tobillo apenas se separa.


Pasan lentas las horas y J. responde con morosidad filosófica a mis preguntas, que voy repartiendo al viento a lo largo de la tarde, intrigado, como estoy, por su secretismo druídico, por la escondida fórmula que ha permitido a mi nigromante vecino, de modo sostenido e incuestionable, no reparar uno sólo de los vehículos que han ido  amontonándose en la parcela a lo largo de  estos últimos meses.

Bailotea entre las ramas una ligera brisa que anuncia, con su soplo, el final de la jornada. J. enciende un cigarro y se limpia las manos en el trapo con la ceremonia de un cirujano satisfecho. Clava  la mirada en el motor del vehículo recién intervenido y sentencia, no sin complacencia:

- Va a ser la biela.

Recibe Joper el diagnóstico de su amo con mudo estupor. El único ojo bien abierto, deslumbrado ante la máxima iluminadora e incontrovertible de su amo. Carpe Diem, parece pensar para si satisfecho, un día logrado.