viernes, 14 de diciembre de 2012


Paso la tarde en los jardines de Mirabell. Distraigo el tiempo fotografiando la hojarasca muerta del suelo, alguna nube renqueante y mi propia sombra inútil dibujada sobre el murete del parque.

Últimamente disparo mi cámara en un gesto de estupor contenido, el ceño fruncido y arrugados los labios. Es un rictus como de asco y extrañamiento puro frente al cadáver de un mundo al que el linternazo de mi cámara hubiera expuesto a la luz en todo su horror. Todo esto ilustra de algún modo, pienso para mí, el uso que vengo haciendo recientemente de la fotografía como instrumento de defensa personal frente a la realidad. Así, en mi breve ontogenia creativa de microbio aturdido por el cosmos, creo distinguir tres etapas fotográficas claramente diferenciadas que denominaré reparadora, explicativa y contraventora. La primera, la reparadora, estaría marcada por el periodismo sanitario y fariseo de los primeros años, anclado en la presunción obscena de ofrecer al mundo con mi trabajo un servicio de reparación universal a sus descalabros; aceptada la ineficacia auxiliadora de la fotografía, la segunda fase, la explicativa, utilizaría la cámara como llave para una interpretación de nuestro carnaval planetario y acabaría, igualmente, en la ofuscación y el estrellamiento más absolutos; pasaríamos, entonces, a la tercera fase, la contraventora, en la que me encuentro actualmente, nihilista en esencia, supongo, y que tendría como eje la defensa y objeción mas encendidas frente al absurdo vital.

Leyendo estos días a Kart Kraus, creo haber anticipado la que será la cuarta etapa en mi escalada de alimaña ciega por esta covachuela platónica -en cuyo extremo final, por cierto, no atisbo luz alguna-. Se trataría de la fase que llamaremos de sometimiento a una realidad blindada e impermeable a todo intento elucidador. Ilustra el escritor vienés la futilidad de la fotografía recurriendo a una imagen publicada en la prensa que muestra al rey de Sajonia en su visita a una fábrica de agua carbonatada. "¿Cómo anda el rey?", se pregunta el cronista. "Gracias al registro fotografíco, se responde sarcástico, podemos saber que con un pie delante del otro". La marcha del monarca, sin embargo, continúa Kraus, se convierte por efecto de la instantánea en un patético titubeo, un “intento de andar”, tutelado, además, por el ayudante del rey que, concentrada la mirada en los pies del mandatario, “parece contar los pasos para que no se salte ninguno: un, dos, un, dos…”. Así sabremos, al menos, gracias a la fotografía, “cómo es la suela del zapato del rey de Sajonia”, concluye, triunfal, el escritor.

De este modo, me digo, leído esto, en la asunción de un mundo que, además de irreparable, se muestra inexplicable y que, además de inexplicable,  se antoja irreductible, el juego fotográfico alcanzaría, en su vuelo poético, la mareante cima de la suela de un zapato, como bien ilustra la monárquica instantánea del rey de Sajonia, epítome de la rendición y el  humillante sometimiento del hombre a la realidad soberana, aplastante e ingobernable.

Con estos y otros devaneos, y el compás de la gravilla crujiendo bajo mis pies, he llegado a la escalinata del parque, flanqueada por dos unicornios con barbas de chivo y sonrisa de sátiro. Uno de ellos tiene el cemento del cuerno sajado y el otro soporta en sus lomos a tres turistas orientales sonriendo a la cámara de un compañero. La piedra centenaria sometida a la cruel horcajada de nuestro tiempo impío, pienso para mí. Una periodista del llamado mundo del corazón aseguraba el otro día en  la televisión, del modo más decidido, que el unicornio se halla en la actualidad en serio peligro de extinción, así dijo, serio peligro de extinción. Interpelada en un siguiente programa por el fundamento de su información, la reportera optó por el más feroz de los ataques en defensa de su “contrastada credibilidad”, que veía ahora cuestionada por el presentador. En su descargo, matizó, habiéndose documentado debidamente, aseguró que el unicornio, de hecho, se había ya extinguido.

 “Estamos, pues, entregados sin remedio a las fuerzas desatadas del periodismo”, apuntaba, lúcido,  Karl Kraus.