A los pocos días de estancia en esta patria de las inhibiciones pequeñoburguesas,
mi impostada y frágil pose de falso bohemio se ha desmoronado hasta su base.
Camino rendido a la densa marea de compradores navideños que pueblan la
Getreidegasse; en la bolsa un calendario de adviento y un gorro con astas de
ciervo para que N. haga el cernícalo cuanto quiera en las futuras fiestas,
faltaría más. Voy apurando el paso en busca de un urinario donde poder
aliviarme; escéptico, sin embargo, con una ciudad cuyas autoridades han
dilapidado todo su erario en el retractilado antinuclear de sus monumentos y
abandonado al indefenso visitante a una lluvia de misiles, el desplome del
cielo mismo, o un apretón de la vejiga. Ya lo anunciaba Kart Kraus hace un
siglo: “La humanidad es libre, ha conquistado tras duras batallas el derecho al
sufrimiento universal. Prefiere pasar necesidades entre los monumentos a
sentirse a gusto en los retretes públicos”.