Arrinconado
en mi propia casa por una patrulla de reporteros embrutecidos. Martilleándome
las sienes con su micrófono, la periodista pregunta por las claves de la
fotogenia, así dice, claves-de-la-fotogenia. Una revista de la máxima
importancia y del mayor prestigio, me explica, ha consagrado a Elisabeth Taylor
como la actriz más fotogénica de la historia. Su noticiero reclama, insiste la
reportera, el labio entreabierto y fruncido el ceño, una aclaración sobre el
secreto de la fotogenia.
Cegado por
la luz de la cámara, pongo los cinco sentidos en salir airoso de esta
encerrona mediática. Evitar por todos los medios, me digo, mi proyección al
mundo en la forma de un busto oracular, segado el cuerpo por la pantalla,
iluminando al público con falsas máximas de una estupidez en el límite, podría
decirse, de la abyección. Mi torpe alocución queda finalmente reducida a una
secuencia de balbuceos timoratos, propios de un fotógrafo aquejado de alguna
congestión cerebral, pensará el público inclemente, psíquicamente disminuido
-añado para mí-.
Tras el frustrado asalto, vuelven los periodistas a su vehículo con
idéntica urgencia a la que llegaron, irritados por mi colapso verbal,
mordisqueando cada uno con enojo su teléfono móvil. Arrancan su vehículo con un
chirrido de neumáticos, ciegos al saludo de R. desde su huerta. La vecina
esconde en su media sonrisa todas las respuestas que yo no he sabido dar. El azul
del cielo brilla en su mirada de actriz de la Metro; bailotea en su
frente el flequillo, negro y rebelde; a su espalda, el tintineo del hielo
anuncia los primeros whiskies de una velada tempestuosa: Richard Burton, podría
jurarlo, la reclama desde las sombras.