- Todo
en este mundo viene a tener una explicación.
M.
pasa los días detrás un ventanal abierto a la calle, repartiendo la mirada
entre su trabajo de costura y los transeúntes que desfilan por su mirador. Ávida
de conversación, detiene a mi llegada su Singer pleistocénica y me escruta tras
unas gruesas lentes. El sol de la tarde invade con su luz el estrecho espacio
de trabajo; una fotografía en la pared, ahora dorada, muestra a una joven M.
sonriendo a la cámara en la misma mesilla desde la que, en este momento, con
gesto calculado, me alcanza las prendas
ya arregladas, preparadas en un paquete cuyo extremo se niega a soltar.
Forcejeamos
como Napoleón y Pío VII en pugna por la corona imperial; en este breve
intervalo, hurtado al tiempo por la vil artimaña, la costurera me resume su
sesión televisiva de ayer tarde: los negros tienen el pelo prieto y rizoso, así
dice, “prieto y rizoso”, me explica, porque, de otro modo, “el sol del África”,
pudo ver en el documental, les quemaría la cabeza. Dicho de otro modo, continúa
satisfecha, todo en este mundo viene a tener una explicación.
Con
jactancia papal, la anciana suelta, ahora sí, el bulto en disputa. Me retiro
empujando la puerta con el hombro, aferrado al pecho mi botín y balbuceando
torpes palabras de agradecimiento. A mi espalda, M. despide a su cliente con la
sonrisa de un caimán disecado en su urna, agitando la manita con falsa
inocencia.
Ya en
la calle, el asfalto multiplica en todas direcciones un sol bajo que ciega la
vista. Busco a trompicones el refugio de la sombra con el apremio de un
roedor regresando a la madriguera,
caminando con los titubeos de un funámbulo sobre este hilo de Ariadna, esta línea
de penumbra que dibujan los edificios a espaldas del sol inclemente y asesino,
que no distingue razas ni continentes.
En un
viaje a la capital hace unos días, ayudaba a cruzar un semáforo interminable a
JB bajo el puño metálico de esta misma luz hirviente. JB había repasado esa mañana,
con cariño fugaz, mis últimos poemas y, sacando el estilete de su pluma, había
sellado con una cruz funeraria casi todos los adjetivos. JB padece una
distrofia crónica y degenerativa, una fatiga impuesta por los cielos que se va
enseñoreando de todo su cuerpo y le expone continuamente a la amenaza de una caída
inoportuna. Asistiríamos, esa misma tarde, a la representación del rey Roger de
Warlikowsky, mi bautismo operístico, que atendí con la expectación de un neófito
y toda la simpatía hacía el atribulado monarca “herido por la luz de las
estrellas”.
Deambulo
por callejuelas estrechas con mi hatillo en los brazos y sin otra guía que la
de mis pasos erráticos. De nuestro encuentro esos días, sigo pensando, me quedó
el regalo de la palabra anfibología y una prevención incómoda a los adjetivos
que me acompaña en cada uno de mis requiebros versificadores Al final, me digo,
no hay más compañía que esta duda en la que levitamos todos los Rogeres de la
tierra, pequeños monarcas de un feudo inventado, disputando sobre rojos y
bermellones, cuando no hay más cuestión que la del ser o no ser. Lo dijo el
poeta, y lo recordó JB sabiamente en nuestra pasada charla.
En la
etimología de la palabra rostro, por cierto, -algo relacionado con el mascarón
de proa de un barco, creo recordar-, JB alumbró una cuestión de fondo que tiene
que ver con la difícil concurrencia de mis retratos y este imaginario reciente,
de descenso e introspección, que he titulado pomposamente “Todas las cosas del
mundo”, y con el que llevo braceando al viento durante un tiempo.