miércoles, 9 de mayo de 2012

- Todo en este mundo viene a tener una explicación.

M. pasa los días detrás un ventanal abierto a la calle, repartiendo la mirada entre su trabajo de costura y los transeúntes que desfilan por su mirador. Ávida de conversación, detiene a mi llegada su Singer pleistocénica y me escruta tras unas gruesas lentes. El sol de la tarde invade con su luz el estrecho espacio de trabajo; una fotografía en la pared, ahora dorada, muestra a una joven M. sonriendo a la cámara en la misma mesilla desde la que, en este momento, con gesto calculado, me alcanza las prendas  ya arregladas, preparadas en un paquete cuyo extremo se niega a soltar.

Forcejeamos como Napoleón y Pío VII en pugna por la corona imperial; en este breve intervalo, hurtado al tiempo por la vil artimaña, la costurera me resume su sesión televisiva de ayer tarde: los negros tienen el pelo prieto y rizoso, así dice, “prieto y rizoso”, me explica, porque, de otro modo, “el sol del África”, pudo ver en el documental, les quemaría la cabeza. Dicho de otro modo, continúa satisfecha, todo en este mundo viene a tener una explicación.

Con jactancia papal, la anciana suelta, ahora sí, el bulto en disputa. Me retiro empujando la puerta con el hombro, aferrado al pecho mi botín y balbuceando torpes palabras de agradecimiento. A mi espalda, M. despide a su cliente con la sonrisa de un caimán disecado en su urna, agitando la manita con falsa inocencia.

Ya en la calle, el asfalto multiplica en todas direcciones un sol bajo que ciega la vista. Busco a trompicones el refugio de la sombra con el apremio de un roedor  regresando a la madriguera, caminando con los titubeos de un funámbulo sobre este hilo de Ariadna, esta línea de penumbra que dibujan los edificios a espaldas del sol inclemente y asesino, que no distingue razas ni continentes.

En un viaje a la capital hace unos días, ayudaba a cruzar un semáforo interminable a JB bajo el puño metálico de esta misma luz hirviente. JB había repasado esa mañana, con cariño fugaz, mis últimos poemas y, sacando el estilete de su pluma, había sellado con una cruz funeraria casi todos los adjetivos. JB padece una distrofia crónica y degenerativa, una fatiga impuesta por los cielos que se va enseñoreando de todo su cuerpo y le expone continuamente a la amenaza de una caída inoportuna. Asistiríamos, esa misma tarde, a la representación del rey Roger de Warlikowsky, mi bautismo operístico, que atendí con la expectación de un neófito y toda la simpatía hacía el atribulado monarca “herido por la luz de las estrellas”.

Deambulo por callejuelas estrechas con mi hatillo en los brazos y sin otra guía que la de mis pasos erráticos. De nuestro encuentro esos días, sigo pensando, me quedó el regalo de la palabra anfibología y una prevención incómoda a los adjetivos que me acompaña en cada uno de mis requiebros versificadores Al final, me digo, no hay más compañía que esta duda en la que levitamos todos los Rogeres de la tierra, pequeños monarcas de un feudo inventado, disputando sobre rojos y bermellones, cuando no hay más cuestión que la del ser o no ser. Lo dijo el poeta, y lo recordó JB sabiamente en nuestra pasada charla.

En la etimología de la palabra rostro, por cierto, -algo relacionado con el mascarón de proa de un barco, creo recordar-, JB alumbró una cuestión de fondo que tiene que ver con la difícil concurrencia de mis retratos y este imaginario reciente, de descenso e introspección, que he titulado pomposamente “Todas las cosas del mundo”, y con el que llevo braceando al viento durante un tiempo.