Con el
contoneo del vehículo comienza un baile moroso de neuronas y pensamientos.
Pienso en el chófer de este autobús en el que viajo, recibiendo a los pasajeros
en la puerta como un mandatario en su palacio, anunciando la duración del
viaje, hora y media, mientras se acomodaba los testículos con un gesto primate.
Pienso también en mi lectura de ayer noche, en esa poetisa que llora lágrimas
de enojo sobre sus zapatos desteñidos de princesa incaica. También pienso en la
más que probable inexistencia de dios, pero sé que existen niños, que son la
luz del mundo.
Voy
levitando sobre este asfalto de autovía con los matojos huyendo sobre mi hombro
como animales espantados; un chispazo de sol alumbra el reflejo de mi cara en
el cristal, congelada ahora sobre la carrera loca del guardarraíl y de la tierra
seca, que va aquietándose en la distancia.
Y
continúo pensando: pienso, por ejemplo, con cierta inquietud, que no soy el
relato de nadie y que no sé si preferiría sacrificar mis futuros devaneos al
imperio de las nubes; fiar mi ruta a las estrellas, mis desvíos todos a la
lujuria de los astros;
hollar la tierra
en cada paso
por prescripción
divina,
sin titubeos,
al cobijo de una
partitura planetaria,
en el refugio de un
cielo inmóvil
que nos protegiera a
todos
de la cruel imprevisión del cosmos.
Continúa
entretanto mi viaje en esta calesa con ruedas, conducida por un descerebrado
que escucha la novela radiofónica en todo su volumen. Me acuerdo de un
personaje de Galdós, Moreno, que prefería el viaje en tren porque el ruido de
la locomotora ahogaba el de su corazón : “Algo aquí…No es nada. Nervios quizá-
explicaba señalándose el pecho-" . "Lo que más me molesta es el ruido de la
circulación de la sangre. Por eso me gusta tanto viajar…con el ruido del tren
no oigo el mío”.