martes, 15 de mayo de 2012

Cortas vacaciones en U. M. planta setos en la linde del terreno como quien acumula sacos terreros en defensa de nuestro pequeño paraíso. El caserón está suspendido en un lugar impreciso entre el cielo y la tierra, con noches en las que la luz de tantas estrellas “hiere la mirada” y una luna esférica e hinchada ilumina un silencio primigenio, de caverna cuaternaria, interrumpido a veces por el campaneo del ganado invisible, emboscado en la penumbra de los pastos y de las colinas que rodean la finca. La imagen me recuerda unas líneas, leídas estos días en Venecias, memorables memorias de Paul Morand, que describen a Lord Byron bañándose desnudo en los canales venecianos –custodiada la ropa en la góndola por su mayordomo-, manteniendo el puro en la boca “para no perder de vista las estrellas”.
 
Se acercan a la cancela dos hombres trajeados -extraviados camino de una boda, pienso para mí-. Se presentan como padre e hijo, y dicen ser testigos de Jehová. Comienza entonces una larga perorata de admoniciones bíblicas sobre el fuego de este planeta descalabrado y a las puertas del infierno. El padre, de nombre Jesús, la cartera pellizcada en el sobaco, lee de una pequeña Biblia manoseada sus predicciones apocalípticas; declama flanqueado por su hijo, adolescente granujiento -pajillero contumaz, vuelvo a pensar para mi-, con un cuello de pollo bailando en su traje prestado y la mirada rendida al suelo, asintiendo con disciplina suicida todas las iluminaciones de su preceptor. De nuestra más que merecida expulsión del Paraíso, me explican, vinieron estos lodos de incivilidad y sufrimiento que asolan al hombre en la tierra. Miro con desconcierto las laderas que nos rodean, amarillas con la luz del final del día, miro el baile de las nubes sobre nuestras cabezas, los almendros con el blanco de sus flores reventando al calor de la primavera; observo, igualmente, la brisa sin dueño que se cuela traviesa entre las hojas del manual de revelaciones de este visitante inesperado, y me pregunto, les pregunto, si todo esto que nos rodea se parece en algo a las llamas del infierno. Confieso a la pareja mi escasa simpatía por un Dios vengativo y mis dudas sobre la pertinencia de la expulsión del Edén de Adán y Eva.

El predicador ha enviado a su hijo de regreso al coche con un gesto protector; le sigue él mismo a unos pasos, retirándose de espaldas como un cowboy  acorralado, perdida la sonrisa inicial y con un brillo acerado en la mirada. Promete futuras visitas para continuar nuestra charla profunda e interesante, así dice, “profunda e interesante”. Oliendo mi victoria, y protegido cobardemente tras la valla, continúo soltando al viento mis dudas sobre la justicia divina, mi suspicacia ante el retorcido diseño de esa tentación en la forma de una manzana que pide a gritos un mordisco…

Han pasado los minutos y continúo acodado en la verja, la mirada perdida en la carretera ahora vacía. Baja por el camino P., martilleando el suelo con su cayado y conduciendo entre silbidos su rebaño de ovejas como un Moisés dividiendo las aguas. El pavimento desaparece bajo el mar de cabezas bovinas, que recuerda a una soldadesca en el regreso de la batalla: cierran el grupo los animales heridos, rezagados y trastabillantes, siguiendo esforzadamente a sus congéneres. Me invade un instante de tibia satisfacción en el que de buen grado prendería un habano con la complacencia del general Patton tras liberar Palermo; o la expectación, valga el símil, de Lord Byron en uno de sus mencionados baños nocturnos, a la espera de una noche cargada de lucientes estrellas.