lunes, 30 de abril de 2012

Durante mi  inspección nocturna y extraviada la pasada noche, encontré, igualmente, fragmentos de piedra inacabada que se repartían por todo el imaginario escultórico de Miguel Ángel: a los pies de El Esclavo Moribundo, destinado en origen a la tumba inconclusa de Julio II, asomaba la figurita informe y difusa de un mono asustado; animal asociado en el Quinientos, parece, al principio estético de imitación de la naturaleza: ars simia naturae (el arte como simio de la naturaleza), que el autor habría incluido con sarcasmo irreverente.

Así, en una época anterior a la quiebra de su autoconfianza, el escultor dedicó a Vittoria Collona un soneto temerario, en el límite de la arrogancia pura, en el que puede leerse: …La causa al efecto cede y se inclina/ por lo que el arte vence a la natura./ Bien lo sé, en hermosa escultura compruebo/ que muerte y tiempo no dan fe en la obra….  Miguel Ángel se expresaba aquí, pienso para mí, con la furia y el desacato de un Prometeo desencadenado y fáustico. El padre del manierismo imponía “su manera” de hacer las cosas. Agotadas las fórmulas de transcripción al arte de los codiciados universales neoplátónicos, el artista-individuo abandona la tarea de mensajero de los astros, planta cara a los dioses y asume, con todas sus consecuencias, el papel de autor, en la presunción suicida y descabellada de alumbrar al mundo, con su genio individual, artefactos inmunes a las dentelladas del tiempo.


Esta disgresión mía, pseudoacadémica y atolondrada, me trae al magín la Teoría de los Maniquíes del insigne comerciante Jacob, inmortalizado por su hijo, el dibujante y escritor polaco Bruno Schulz, en el laberinto literario de sus memorias maestras. Defendía el cabalista Jacob, con audacia miguelangesca, que “la creación es privilegio de todos los espíritus”, en oposición a la idea de un Demiurgo, creador del universo, que mantuviera el monopolio de la creación. Atrapado en las redes del mesmerismo, el soñador Jacob se entrega, rodeado de los fluidos mefíticos de su cuartucho, a investigaciones sin nombre,       en el convencimiento de poder crear, dominada la materia, una generatio aequivoca, una pléyade de seres fermentados en los vapores de sus fantasías extraviadas y de su laboratorio diabólico; surgirá, así, un segundo hombre “a imagen de un maniquí”, fantasea Jacob, un homúnculo infrahumano, ¡un Golem!

Pronto se enfrentará Jacob al fracaso de su rebelión creadora. Apenas si logra multiplicar alguna que otra de sus palomas con un exiguo gesto malabar, que acompaña de su varita de prestidigitador neófito; ya columbra el visionario la derrota inexorable de sus ingenuos sortilegios, la conclusión devastadora de que es la materia la que se sirve del hombre para sus fines y no al revés: “No era el hombre quien irrumpía en el laboratorio de la Naturaleza, sino la Naturaleza misma quien le succionaba en sus maquinaciones” evoca Bruno Schulz.  Y continúa el escritor recordando a su padre, rendido a la impenetrabilidad del mundo, deambulando por la casa al grito de “¡La materia!”, humillada la mirada y resoplando sin descanso: “La materia señores míos…”; denunciando con sus gritos la cruel estafa universal, la presunción absurda y descerebrada del individuo creador en su intento obtuso de someter a las fuerzas ocultas de la naturaleza: …”Principium individuationis, decía, tonterías, -escribe Schulz de su progenitor-- y con ello expresaba su infinito desprecio por el principio humano de la creación”.