Despierto
en la noche para respirar, dando bocanadas como un pez fuera del agua. Una negrura plana me rodea e impide la
vuelta al sueño. En mi cabeza, el eco insistente de un poema: Amo el sueño y más el ser de piedra/
mientras el daño y la vergüenza duren/ no ver y no sentir me es de gran
ventura/ mas no me despertéis, ay, hablad bajo. Con estas palabras, Miguel Ángel
defendía su representación escultórica de La Noche de las acometidas
laudatorias del poeta Strozzi, que invitaba al espectador a despertar a la piedra,
tal era su vivacidad (…si no lo crees, despiértala; ella habla).
Trasteando
insomne en google, encuentro la fotografía de la célebre capilla Medicea,
esculpida por al artista en honor de Juliano y Lorenzo de Medici. Los duques
aparecen sedentes y coronando, cada uno, un triángulo escultórico en cuya base
se alinean, emparejadas, las cuatro alegorías del tiempo –La Noche, El Día, El Crepúsculo y La Aurora –. Estas figuras
desnudas representarían, así, la
fugacidad y consunción del ciclo temporal, codificado en los estados del sueño
y la vigilia, el dormirse y el despertarse, sometidos, ahora, a la fuerza
imperecedera del mármol.
La
referida escultura de La Noche, un desnudo femenino con la característica
androginia de las tallas de Miguel Ángel, comparte tumba con un hercúleo Día, cuyo rostro sin
perfilar quedó inconcluso como consecuencia del asalto papal a Florencia en
1530 que, parece, obligó al genio a abandonar la obra en atención a la defensa
de su ciudad. Este semblante de El Día, fantasmagórico, sin desbastar,
girado sobre el hombro como un mochuelo desorientado, habría quedado para la
historia, divago, como una metáfora impremeditada de la derrota de la piedra
frente al tiempo. El propio artista, en sus últimos años, cedería a las dudas
sobre la pervivencia de su obra y fama, cuya finitud empezó a temer como una
“segunda muerte”: …Los amorosos pensamientos, alegres y vanos/ ¿qué harán
si a dos muertes me aproximo?/ De una estoy cierto, la otra me amenaza…, confesaba en otro
soneto.
Acerco
mi cara al ordenador, con el rostro de El Día aumentado en photoshop:
un disco de piedra informe que ilumina mi propia cara desde la pantalla:
dos mochuelos enfrentados en espera del sueño. Sobre nuestras cabezas, la noche
sin fin asoma por el tragaluz del estudio, el tercer vértice que cierra este
triángulo noctámbulo, en cuya base tecleo a los astros todas mis preguntas sin
respuesta. Continúo mi curioseo
internaútico y extraviado: a la escultura de El Día sucede la de El
Crepúsculo, otro desnudo masculino,
con el rostro igualmente fragmentario e indefinido; cierra el cuarteto La
Aurora,
“figura femenina desnuda, capaz de provocar el estado melancólico…”, describía
con entusiasmo fogoso Vasari.
Han
pasado las horas y por el ventanuco del techo asoma ya la primera luz del día
-mi particular Aurora- anunciando el final de una nueva noche sin sueño. Está escrito que en el amanecer de cada
jornada no se anuncia sólo ese día, sino todo el futuro del mundo; gira, de
este modo, sin descanso, la rueda del tiempo: el final se desdobla en inicio y
de la oscuridad surge el destello de un surco intransitado a la espera de
nuevas huellas.
Me
asomo a la terraza, rodeado de un mar de tejados y antenas que cimbrean al
soplo de la brisa mañanera. Desde las estrellas ahora apagadas, imagino a un
monicaco sideral encimando su telescopio, estudiando nuestro planeta y
rascándose la nuca a perpetuidad, confundido por la imagen aparecida en su
diana óptica, en la que un mochuelo terrícola de aspecto lamentable, envuelto
en un pijama arrugado que pide a gritos un planchado, sostiene en la mano un
café humeante y sonríe absurdamente al cielo desde su balconada.