Cenando
ayer con JF, me conminaba éste, no sin apremio, a viajar al Tíbet, en razón de
lo que juzgó como un cierto aire meditativo, así dijo, meditativo, en mis
disgresiones. En nuestra afable charla recuerdo a JF señalando, con
su tenedor, el lenguado que adornaba mi plato y calificándolo de “excesivamente
plano”. En la inesperada admonición gastronómica percibí un eco de despecho,
motivado, pienso ahora, por mi desmedido interés en una idea suya de tintes
borgianos, según la cual nuestros recuerdos pasados y las ilusiones todas de
futuro estarían enhebrados con el mismo tejido de inventiva; idea, como digo,
que despertó un interés mal calculado por mi parte, y que mi interlocutor habría
interpretado como fina ironía.
Perdido
en estos y otros devaneos, voy conduciendo ahora con la luz del final del día
reptando exhausta entre los matojos que acompañan mi carrera a ambos lados del
asfalto. Asoman sus lomos de granito redondos pedruscones, engastados en el
suelo como caimanes varados en un mar de lodo seco y de silencio; bailotea,
también, algún que otro arbusto, oreado al viento y al fulgor ambarino de esta
tarde que agoniza. Detengo el coche para asistir, embotado, a los últimos
estertores del día: el firmamento se tiñe de una súbita llamarada ocre sobre la
que se extiende, inabarcable, la pared amoratada, negra por momentos, del cielo
infinito. Refería Borges de Pascal su aversión a la infinitud del espacio
absoluto: “Una esfera espantosa cuyo centro está en todas partes
y la circunferencia en ninguna”, habría escrito, abismado, el filósofo –que
debió percibir en su sentencia una flaqueza anticientífica, ya que ocultó,
culpable, bajo una tachadura, este desahogo subversivo -.
Y sigo
pensando en la charla de ayer noche y en esta propensión mía a la estupefacción
metafísica. Apagado el motor, en el silencio sólo interrumpido por el gorjeo de
algún pajaruelo despistado, rodeado
por la arena y el viento de esta carretera ignota, aguardo con mosaica
paciencia alguna señal de este cielo que, una vez más, resulta sordo a mis
plegarias. Vinculaba Cioran la
melancolía a la justa defensa del hombre frente a la idea de lo ilimitado,
sublimando, así, su soledad y desabrigo en el teatro inabarcable del cosmos.
Subrogado el aislamiento, la melancolía –añadía el pensador rumano- podría
incluso conferir un “carácter voluptuoso”, asi decía, voluptuoso, a nuestra
conciencia de la infinitud.
Este último
extravío mío me decide a abandonar la guardia al volante (¡plan b!, pienso para
mi) y a sacar del maletero un helicóptero teledirigido, adquirido en los chinos
por veinte euros, con cuyo melancólico ronroneo pienso distraer el silencio
impuesto por los hados. Gira a mi alrededor el moscardón electrónico,
desafiando con su vuelo la gravedad y el cielo todo, repartiendo su silueta
vengativa sobre un horizonte que devora lentamente los últimos rayos de luz.
Desde la carretera, el bocinazo socarrón de un vehículo en la lejanía despide
el día con su música.