jueves, 29 de marzo de 2012


Cenando ayer con JF, me conminaba éste, no sin apremio, a viajar al Tíbet, en razón de lo que juzgó como un cierto aire meditativo, así dijo, meditativo, en mis disgresiones. En nuestra afable charla recuerdo a JF señalando, con su tenedor, el lenguado que adornaba mi plato y calificándolo de “excesivamente plano”. En la inesperada admonición gastronómica percibí un eco de despecho, motivado, pienso ahora, por mi desmedido interés en una idea suya de tintes borgianos, según la cual nuestros recuerdos pasados y las ilusiones todas de futuro estarían enhebrados con el mismo tejido de inventiva; idea, como digo, que despertó un interés mal calculado por mi parte, y que mi interlocutor habría interpretado como fina ironía.

Perdido en estos y otros devaneos, voy conduciendo ahora con la luz del final del día reptando exhausta entre los matojos que acompañan mi carrera a ambos lados del asfalto. Asoman sus lomos de granito redondos pedruscones, engastados en el suelo como caimanes varados en un mar de lodo seco y de silencio; bailotea, también, algún que otro arbusto, oreado al viento y al fulgor ambarino de esta tarde que agoniza. Detengo el coche para asistir, embotado, a los últimos estertores del día: el firmamento se tiñe de una súbita llamarada ocre sobre la que se extiende, inabarcable, la pared amoratada, negra por momentos, del cielo infinito. Refería Borges de Pascal su aversión a la infinitud del espacio absoluto: “Una esfera espantosa cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”, habría escrito, abismado, el filósofo –que debió percibir en su sentencia una flaqueza anticientífica, ya que ocultó, culpable, bajo una tachadura, este desahogo subversivo -.

Y sigo pensando en la charla de ayer noche y en esta propensión mía a la estupefacción metafísica. Apagado el motor, en el silencio sólo interrumpido por el gorjeo de algún pajaruelo despistado,  rodeado por la arena y el viento de esta carretera ignota, aguardo con mosaica paciencia alguna señal de este cielo que, una vez más, resulta sordo a mis plegarias.  Vinculaba Cioran la melancolía a la justa defensa del hombre frente a la idea de lo ilimitado, sublimando, así, su soledad y desabrigo en el teatro inabarcable del cosmos. Subrogado el aislamiento, la melancolía –añadía el pensador rumano- podría incluso conferir un “carácter voluptuoso”, asi decía, voluptuoso, a nuestra conciencia de la infinitud.

Este último extravío mío me decide a abandonar la guardia al volante (¡plan b!, pienso para mi) y a sacar del maletero un helicóptero teledirigido, adquirido en los chinos por veinte euros, con cuyo melancólico ronroneo pienso distraer el silencio impuesto por los hados. Gira a mi alrededor el moscardón electrónico, desafiando con su vuelo la gravedad y el cielo todo, repartiendo su silueta vengativa sobre un horizonte que devora lentamente los últimos rayos de luz. Desde la carretera, el bocinazo socarrón de un vehículo en la lejanía despide el día con su música.