viernes, 30 de marzo de 2012


La máxima antes recogida, que alumbró por vez primera, con alegría insensata y en nombre de la ciencia, un mundo bajo la horripilante forma de una esfera sin centro -y remedada posteriormente por la espantada pluma de Pascal-,  tiene como primer padre a Giordano Bruno quien en su Cena de las cenizas (1584) sentenció: “Podemos afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”.

En la Wikipedia leo otro célebre adagio de Bruno, en réplica al tribunal de la Inquisición romana, presidido por  Roberto Belarmino,  que condenó  al astrónomo irredento al fuego de la hoguera por su defensa “pertinaz y obstinada”, así decía la sentencia, pertinaz y obstinada, de la infinitud del espacio: “Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla", habría contestado, premonitorio y desafiante, el astrónomo, a una amedentrada curia.  

Parece que los alumbramientos científicos de hace unos siglos, pienso para mí, que pusieron término a las fantasías góticas de la escolástica medieval y a las alucinaciones literarias de la iglesia, superadas las primeras alegrías, habrían empujado irremediablemente al hombre, empavorecido, fuera de su guarida ptolemaica, fuera del refugio de su madriguera esférica e inmóvil, blindada de ignorancia y  de anillos concéntricos, y lo habrían expuesto, desnudo, al vértigo y  a la intemperie de este espacio absoluto por el que deambula anonadado el individuo, perdido como una cobaya extraviada  en el laberinto indescifrable del tiempo y del espacio.