Mañanas
de paseos en la playa. Nubes plomizas trazadas a brochazos se arrastran lentas
en un cielo de barro y grisura, con las gaviotas cruzando el arco de su vuelo
sobre la línea del mar, y la arena húmeda dibujando en cada huella mis pisadas.
“No era la primera ocasión en que buscaba a Albertine, la muchacha vista por
primera vez delante del mar”, evoca Proust en sus paseos por Balbec.
Sin
sombra de Albertine, atiendo, entre gañidos, el arrogante vuelo de estas aves
marinas, con mis pies hundiéndose lentamente en la arena. De la superficie
marina, aquietada por el peso de este día gris, emerge un Helioconte de torso
desnudo y poderoso, acompañado por un perro pastor, inexplicablemente seco. En
el aire familiar de esta figura que se acerca -¿Harvey
Keitel?- descubro, estupefacto, a Arturo Schopenhauer. Extiendo mis brazos
para recibir al amigo y maestro, quien no sólo me ignora sino que traspasa,
literalmente, mi cuerpo, y desparece a la espalada sin dejar el menor rastro.
Miro en todas direcciones, desconcertado; alguien tira de mis pantalones: es
Bob Esponja que, por lo visto, ha salido del agua detrás de Arturo.
- Tú
tampoco goteas -le comento-.
- Soy
una esponja. Yo nunca goteo, el que gotea es Calamardo -me responde-.
- ¿Vienes
con Schopenhauer? –continúo- ¿Es cierto que no hay más ley que la de
la gravedad? ¿Que rodamos todos
hacia un centro inextenso, que…?
-
Nadie es mas sabio
que su propio silencio
y los pájaros
no vuelan boca arriba -me interrumpe,
críptico y poroso-.
La
playa ha vuelto a quedar desierta, con la sola compañía de mi alucinación
absurda y de las gaviotas, plúmbeas e irreductibles. Rebusco en el paisaje de
agua la silueta de Schopenhauer, el filósofo visto por primera vez frente al
mar.