sábado, 25 de febrero de 2012



Mañanas de paseos en la playa. Nubes plomizas trazadas a brochazos se arrastran lentas en un cielo de barro y grisura, con las gaviotas cruzando el arco de su vuelo sobre la línea del mar, y la arena húmeda dibujando en cada huella mis pisadas. “No era la primera ocasión en que buscaba a Albertine, la muchacha vista por primera vez delante del mar”, evoca Proust en sus paseos por Balbec.

Sin sombra de Albertine, atiendo, entre gañidos, el arrogante vuelo de estas aves marinas, con mis pies hundiéndose lentamente en la arena. De la superficie marina, aquietada por el peso de este día gris, emerge un Helioconte de torso desnudo y poderoso, acompañado por un perro pastor, inexplicablemente seco. En el aire familiar de esta figura que se acerca -¿Harvey Keitel?- descubro, estupefacto, a Arturo Schopenhauer. Extiendo mis brazos para recibir al amigo y maestro, quien no sólo me ignora sino que traspasa, literalmente, mi cuerpo, y desparece a la espalada sin dejar el menor rastro. Miro en todas direcciones, desconcertado; alguien tira de mis pantalones: es Bob Esponja que, por lo visto, ha salido del agua detrás de Arturo.

- Tú tampoco goteas -le comento-.
- Soy una esponja. Yo nunca goteo, el que gotea es Calamardo -me responde-.
- ¿Vienes con Schopenhauer? –continúo- ¿Es cierto que no hay más ley que la de la  gravedad? ¿Que rodamos todos hacia un centro inextenso, que…?
- Nadie es mas sabio
  que su propio silencio
  y los pájaros
  no vuelan boca arriba -me interrumpe, críptico y poroso-.

La playa ha vuelto a quedar desierta, con la sola compañía de mi alucinación absurda y de las gaviotas, plúmbeas e irreductibles. Rebusco en el paisaje de agua la silueta de Schopenhauer, el filósofo visto por primera vez frente al mar.