miércoles, 29 de febrero de 2012

 
Detengo mi carrera para aliviar con urgencia la vejiga. El viento me obliga a orinar encarando la caseta de los guardas, cuyo tejado asoma por encima del circuito deportivo a un centenar de metros. Agacho la cabeza para no ser visto, culpable de abandonarme a  la micción en medio  de este césped peinado con mimo japonés por mis carceleros. Sobre la línea de asfalto, asoma la testa familiar, redonda y alopécica, de Sancho, seguida de unos ojillos que con mirada heladora asisten en silencio, segundo a segundo, a mi desahogo. Así, con la minga en la mano, mantengo la compostura con la escasa dignidad que la situación permite. Sacudiéndome con civismo las últimas gotillas, veo retirarse la cabezota inspectora, como un guiñol furtivo. Hay silencios que matan, silencios verdaderamente asesinos, pienso para mí, mientras vuelvo, humillado, a la seguridad de la pista.