Detengo
mi carrera para aliviar con urgencia la vejiga. El viento me obliga a orinar
encarando la caseta de los guardas, cuyo tejado asoma por encima del circuito
deportivo a un centenar de metros. Agacho la cabeza para no ser visto, culpable
de abandonarme a la micción en
medio de este césped peinado con
mimo japonés por mis carceleros. Sobre la línea de asfalto, asoma la testa
familiar, redonda y alopécica, de Sancho, seguida de unos ojillos que con
mirada heladora asisten en silencio, segundo a segundo, a mi desahogo. Así, con
la minga en la mano, mantengo la compostura con la escasa dignidad que la
situación permite. Sacudiéndome con civismo las últimas gotillas, veo retirarse
la cabezota inspectora, como un guiñol furtivo. Hay silencios que matan,
silencios verdaderamente asesinos, pienso para mí, mientras vuelvo, humillado,
a la seguridad de la pista.