domingo, 4 de marzo de 2012

 
“Dios”.

En este poemilla, telegráfico y multifuncional,  que regalo al mundo, están contenidos todos los posibles usos del Verbo. Sirve como lamento o como expresión de la más insuperable alegría; ilustra desconcierto, pesar, abulia o sorpresa; para los metafísicos, incluso, puede ser expresión de la causa última: no en vano, en la secular batalla frente a los nominalistas, el realista Duns Scoto, el “doctor sutil”, irlandés y franciscano, postulaba que la sola enunciación de Dios era prueba de su existencia. Esta máxima escolástica, expresada en su momento con arrobo científico, alcanza hoy –sin pretenderlo su dueño- un desconcertante vuelo poético. “Dios”, en este destello verbal y, en esencia, prometeico, aparecen resumidos todos los asaltos fracasados al muro impenetrable de la existencia.

Sobre las veleidades prometeicas del ejercicio artístico, otro ilustre irlandés, Samuel Beckett, se muestra lapidario: “Pues entre mí y ese miserable” –en alusión al pobre Prometeo- “que se burló de los dioses, inventó el fuego, desnaturalizó la arcilla, domesticó al caballo, en una palabra condenó a la humanidad, espero que no haya nada en común”. Con estas palabras, el escritor irlandés pone tierra de por medio, y se aleja de la presunción clásica, hoy obsoleta, del artista omnisciente y omnipotente.

Admitido que la palabra sea poco más que su propio eco (el flatus voci, el soplo en la boca, medieval), quedaría tan sólo el recurso del silencio, arruinado con salvaje persistencia por nuestra cháchara primate. En este uso enfermizo de la palabra, sin embargo, los más recalcitrantes escépticos, por más distancia que tomen de Prometeo, delatan el anhelo eternamente incumplido de alumbrar la maraña existencial con la lógica del Verbo, y la continua derrota del hombre en este juego de dioses al que, parece, no hemos sido invitados. Parafraseando a Octavio Paz, somos poco más que la purita sombra que arrojan nuestras palabras. Aunque no es menos cierto que en este  fracaso continuado, revive indeleble la esperanza (ingenua) de alumbrar, con la llama poética hurtada a los dioses, esta penumbra sideral en la que levitamos todos sin rumbo alguno.