“Dios”.
En
este poemilla, telegráfico y multifuncional, que regalo al mundo, están contenidos todos los posibles
usos del Verbo. Sirve como lamento o como expresión de la más insuperable alegría;
ilustra desconcierto, pesar, abulia o sorpresa; para los metafísicos, incluso,
puede ser expresión de la causa última: no en vano, en la secular batalla
frente a los nominalistas, el realista Duns Scoto, el “doctor sutil”, irlandés
y franciscano, postulaba que la sola enunciación de Dios era prueba de su
existencia. Esta máxima escolástica, expresada en su momento con arrobo científico,
alcanza hoy –sin pretenderlo su dueño- un desconcertante vuelo poético. “Dios”,
en este destello verbal y, en esencia, prometeico, aparecen resumidos todos los
asaltos fracasados al muro impenetrable de la existencia.
Sobre
las veleidades prometeicas del ejercicio artístico, otro ilustre irlandés, Samuel Beckett, se muestra
lapidario: “Pues entre mí y ese miserable” –en alusión al pobre Prometeo- “que
se burló de los dioses, inventó el fuego, desnaturalizó la arcilla, domesticó
al caballo, en una palabra condenó a la humanidad, espero que no haya nada en
común”. Con estas palabras, el escritor irlandés pone tierra de por medio, y se
aleja de la presunción clásica, hoy obsoleta, del artista omnisciente y
omnipotente.
Admitido
que la palabra sea poco más que su propio eco (el flatus voci, el soplo en la
boca, medieval), quedaría tan sólo el recurso del silencio, arruinado con
salvaje persistencia por nuestra cháchara primate. En este uso enfermizo de la
palabra, sin embargo, los más recalcitrantes escépticos, por más distancia que
tomen de Prometeo, delatan el anhelo eternamente incumplido de alumbrar la maraña
existencial con la lógica del Verbo, y la continua derrota del hombre en este
juego de dioses al que, parece, no hemos sido invitados. Parafraseando a
Octavio Paz, somos poco más que la purita sombra que arrojan nuestras palabras.
Aunque no es menos cierto que en este
fracaso continuado, revive indeleble la esperanza (ingenua) de alumbrar,
con la llama poética hurtada a los dioses, esta penumbra sideral en la que
levitamos todos sin rumbo alguno.