lunes, 14 de noviembre de 2011




Corro diariamente, como queda dicho, en una pista deportiva elíptica, rodeada de un entorno de jardines igualmente geométrico, mantenido con celo por dos figuras cervantinas, un gordo y un cojo, a los que nunca he conseguido acercarme y de los que nunca, en todos estos años de gimnástica entrega, he obtenido un saludo o un gesto, ya no de complicidad, ni siquiera de reconocimiento. Con mi entrada atlética en el circuito repiten su ceremonia diaria: detienen su maquinaria en lo alto de la colina y vigilan mi carrera en un silencio suspicaz.

Corro en dirección contraria a las agujas del reloj, levogiro, como las espirales que dibujan todos los sumideros de Australia.; corro en el mismo sentido en el que corría Emilio Zatopek y todos lo atletas del Olimpo, faltaría más; corro contra el tiempo, robándole en cada vuelta, unos segundos a la eternidad.

Cumplida mi cita diaria con la pista y de regreso a mi domicilio, enjabonándome en el calor de una ducha bien ganada, observo el agua escapándose por el sumidero en una fuga hipnótica, obligada, ahora si, al  familiar giro horario. La imagen me devuelve a la idea del tiempo, ficción del hombre, leo estos días en Schopenhauer, en su estrategia para entender una realidad, de otro modo ininteligible; proyección de nuestra sesera primate, piendo para mi, que dibuja un mapa para repartir las contingencias de este mundo extraviado en un antes y  un después. Todo esto, sigo yo reflexionando entre vapores, para eludir la evidencia palmaria de que las conquistas napoleónicas y el vuelo efímero de una pompa de jabón , el big-bang y nuestras ilusiones todas de futuro; todo, como digo,  tiene el calibre de un instante, el parpadeo fugaz de un monicaco sideral, soñado, a su vez, por otro primate alucinado y con la testa igualmente circunvalada:

 “Enfriad el caldo con sangre de mico / y firme y seguro será nuestro hechizo”, gritan las brujas de Macbeth.

Con el tren de mis reflexiones descarrilado, cegado todavía por el jabón del baño, observo, con idéntico estupor primate, el culebreo de unos pelos que asoman por el desagüe; movido por la curiosidad, me agacho y tiro con todas mis fuerzas hasta encontrarme en la mano con la sorpresa de un gigantesco pelucón, al que siguen unas gruesas gafas de concha y la cara familiar de mi vecina que, tras un sonoro ruido de succión y superado el estrecho agujero, aparece en mi bañera, enfundada en su florido batín.

“Mella, Tiempo voraz, del león las garras. Mella, Tiempo voraz, del león las garras”,  repite, admonitoria, su nariz pegada a la mía.

Su imagen de desvanece en los vapores del baño junto con el eco shakesperiano, reducido ahora a un murmullo que devuelve mi propia almohada. Una penumbra lechosa cubre las paredes de lo que empiezo a adivinar como mi dormitorio.