Corro
diariamente, como queda dicho, en una pista deportiva elíptica, rodeada de un entorno
de jardines igualmente geométrico, mantenido con celo por dos figuras
cervantinas, un gordo y un cojo, a los que nunca he conseguido acercarme y de
los que nunca, en todos estos años de gimnástica entrega, he obtenido un saludo
o un gesto, ya no de complicidad, ni siquiera de reconocimiento. Con mi entrada
atlética en el circuito repiten su ceremonia diaria: detienen su maquinaria en lo
alto de la colina y vigilan mi carrera en un silencio suspicaz.
Corro
en dirección contraria a las agujas del reloj, levogiro, como las espirales que
dibujan todos los sumideros de Australia.; corro en el mismo sentido en el que
corría Emilio Zatopek y todos lo atletas del Olimpo, faltaría más; corro contra
el tiempo, robándole en cada vuelta, unos segundos a la eternidad.
Cumplida
mi cita diaria con la pista y de regreso a mi domicilio, enjabonándome en el
calor de una ducha bien ganada, observo el agua escapándose por el sumidero en
una fuga hipnótica, obligada, ahora si, al familiar giro horario. La imagen me devuelve a la idea del
tiempo, ficción del hombre, leo estos días en Schopenhauer, en su estrategia
para entender una realidad, de otro modo ininteligible; proyección de nuestra
sesera primate, piendo para mi, que dibuja un mapa para repartir las contingencias de este mundo
extraviado en un antes y un después.
Todo esto, sigo yo reflexionando entre vapores, para eludir la evidencia
palmaria de que las conquistas napoleónicas y el vuelo efímero de una pompa de
jabón , el big-bang y nuestras ilusiones todas de futuro; todo, como digo, tiene el calibre de un instante, el
parpadeo fugaz de un monicaco sideral, soñado, a su vez, por otro primate
alucinado y con la testa igualmente circunvalada:
“Enfriad el caldo con sangre de mico
/ y firme y seguro será nuestro hechizo”, gritan las brujas de Macbeth.
Con el
tren de mis reflexiones descarrilado, cegado todavía por el jabón del baño,
observo, con idéntico estupor primate, el culebreo de unos pelos que asoman
por el desagüe; movido por la curiosidad, me agacho y tiro con todas mis
fuerzas hasta encontrarme en la mano con la sorpresa de un gigantesco pelucón,
al que siguen unas gruesas gafas de concha y la cara familiar de mi vecina que,
tras un sonoro ruido de succión y superado el estrecho agujero, aparece en mi
bañera, enfundada en su florido batín.
“Mella,
Tiempo voraz, del león las garras. Mella, Tiempo voraz, del león las garras”, repite, admonitoria, su nariz pegada a
la mía.
Su
imagen de desvanece en los vapores del baño junto con el eco shakesperiano,
reducido ahora a un murmullo que devuelve mi propia almohada. Una penumbra
lechosa cubre las paredes de lo que empiezo a adivinar como mi dormitorio.