Despreciado
su proyecto de circunnavegar el globo por Manuel el Portugués, Magallanes
realizó su hazaña bajo pabellón español. Después de dos años
interminables, superada una
revuelta de la tripulación en Puerto San Julián, que concluye con varios
capitanes descuartizados - clavados sus trozos en picas-, encuentran el
Estrecho de Magallanes y embocan el Océano Pacífico, que tardarán en surcar
cien días. Llegan los expedicionarios a Filipinas víctimas del escorbuto,
llagada la boca y desdentados, con todas las ratas del barco consumidas (cinco
reales de oro la pieza) y agotado el cuero de las velas (que horneaban después
de remojarlo en el mar). Con Magallanes muerto a manos del rey de Cebú,
Silapulapu, Elcano protagoniza el último tramo de cinco meses continuados de
navegación sin tocar puerto, a fin de evitar el apresamiento portugués. Culmina
la gesta en cabo San Vicente donde, para desconcierto de Piagafetta, resulta
ser jueves, cuando según el diario del cronista, mantenido con celo incansable
durante los tres años de viaje,
debería ser miércoles. De este modo, “robándole un día a la eternidad”
(sic), quedó demostrada la esfericidad de la tierra y que ésta no permanece
suspendida e inmóvil en el espacio, sino que gira sobre su propio eje.
Concluyo
el trepidante relato de Stephan Zweig y paso a la consulta de un médico especialista que me atiende
enfundado en su docto batín. Le reclamo, en los mejores términos pero sin
pleitesías, un remedio para el dolor de espalda que me acompaña estas semanas,
y que yo achaco a mis carreras matinales, a un mal gesto, un requiebro
inconsciente que pueda estar repitiendo en mis ejercicios diarios y que no se
ajuste a la geometría de mi cuerpo, en el que tenía hasta ahora plena confianza,
en el límite, podría decirse, de la inmodestia.
En
respuesta a mi demanda de una solución a los dolores, y no sin cierto despecho,
pienso, debido a mi tono de exigencia, el doctor me prescribe una “prueba de
pisada”, así dice, “prueba de pisada”. Desde su autoridad médica, y con un
retinte vengativo, pone en cuestión, sin pudor alguno, el valor de mis pasos,
que ahora deberé someter a la bendición, o humillante burla, de algún artefacto
endemoniado manejado por otro medicastro que, salivando de placer, llenará de
cruces funerarias las casillas de su test
científico e irrefutable.
Abandono
aturdido la consulta. Enfundado Zweig en el bolsillo, salgo a la calle, a la
luz del día, atento a la firmeza de mis zancadas, de la que ahora sospecho. Con
cada paso evito una caída segura; con cada bocanada de aire, constato
igualmente, distraigo el ahogo inevitable. Cada uno de mis gestos, de mis
movimientos, descubro asombrado, negocian segundo a segundo, una moratoria que
retrasa el desenlace fatal e inevitable. Mis piernas, podría jurarlo, están
cada vez más arqueadas; aliado con la gravedad, el tiempo, que todo lo devora,
me reclama para alimentar el polvo de este asfalto que piso con creciente
inseguridad. Me veo más pronto que tarde culibajo y con las piernas combadas
dramáticamente, arrastrando, como quién dice, el trasero por el suelo, sin otro
consuelo que algunas monedillas arrojadas a mi paso por algún transeúnte
conmovido. Aplazada, sin remedio, mi cita con la pista de atletismo, busco
refugio inmediato en un bar donde poder tomarme un cafelillo con el que
recuperar el tono y la energía menguantes, y frenar este delirio dickensiano.