martes, 8 de noviembre de 2011

Despreciado su proyecto de circunnavegar el globo por Manuel el Portugués, Magallanes realizó su hazaña bajo pabellón español. Después de dos años interminables,  superada una revuelta de la tripulación en Puerto San Julián, que concluye con varios capitanes descuartizados - clavados sus trozos en picas-, encuentran el Estrecho de Magallanes y embocan el Océano Pacífico, que tardarán en surcar cien días. Llegan los expedicionarios a Filipinas víctimas del escorbuto, llagada la boca y desdentados, con todas las ratas del barco consumidas (cinco reales de oro la pieza) y agotado el cuero de las velas (que horneaban después de remojarlo en el mar). Con Magallanes muerto a manos del rey de Cebú, Silapulapu, Elcano protagoniza el último tramo de cinco meses continuados de navegación sin tocar puerto, a fin de evitar el apresamiento portugués. Culmina la gesta en cabo San Vicente donde, para desconcierto de Piagafetta, resulta ser jueves, cuando según el diario del cronista, mantenido con celo incansable durante los tres años de viaje,  debería ser miércoles. De este modo, “robándole un día a la eternidad” (sic), quedó demostrada la esfericidad de la tierra y que ésta no permanece suspendida e inmóvil en el espacio, sino que gira sobre su propio eje.

Concluyo el trepidante relato de Stephan Zweig y paso  a la consulta de un médico especialista que me atiende enfundado en su docto batín. Le reclamo, en los mejores términos pero sin pleitesías, un remedio para el dolor de espalda que me acompaña estas semanas, y que yo achaco a mis carreras matinales, a un mal gesto, un requiebro inconsciente que pueda estar repitiendo en mis ejercicios diarios y que no se ajuste a la geometría de mi cuerpo, en el que tenía hasta ahora plena confianza, en el límite, podría decirse, de la inmodestia.

En respuesta a mi demanda de una solución a los dolores, y no sin cierto despecho, pienso, debido a mi tono de exigencia, el doctor me prescribe una “prueba de pisada”, así dice, “prueba de pisada”. Desde su autoridad médica, y con un retinte vengativo, pone en cuestión, sin pudor alguno, el valor de mis pasos, que ahora deberé someter a la bendición, o humillante burla, de algún artefacto endemoniado manejado por otro medicastro que, salivando de placer, llenará de cruces funerarias las casillas de su test  científico e irrefutable.

Abandono aturdido la consulta. Enfundado Zweig en el bolsillo, salgo a la calle, a la luz del día, atento a la firmeza de mis zancadas, de la que ahora sospecho. Con cada paso evito una caída segura; con cada bocanada de aire, constato igualmente, distraigo el ahogo inevitable. Cada uno de mis gestos, de mis movimientos, descubro asombrado, negocian segundo a segundo, una moratoria que retrasa el desenlace fatal e inevitable. Mis piernas, podría jurarlo, están cada vez más arqueadas; aliado con la gravedad, el tiempo, que todo lo devora, me reclama para alimentar el polvo de este asfalto que piso con creciente inseguridad. Me veo más pronto que tarde culibajo y con las piernas combadas dramáticamente, arrastrando, como quién dice, el trasero por el suelo, sin otro consuelo que algunas monedillas arrojadas a mi paso por algún transeúnte conmovido. Aplazada, sin remedio, mi cita con la pista de atletismo, busco refugio inmediato en un bar donde poder tomarme un cafelillo con el que recuperar el tono y la energía menguantes, y frenar este delirio dickensiano.