miércoles, 5 de octubre de 2011



 
Un nuevo día inútil.

Confinado en las cuatro paredes de una habitación cada vez más estrecha, dejo caer en la mochila mi libreta y la pequeña cámara, decidido a un viaje sin destino ni otra intención que la de distraer el tedio de una jornada que parece no avanzar.

Llego a la estación perdido entre viajeros embotados que arrastran sombras y maletas, aturdidos bajo el peso de un sol inclemente, vertical, que agota la mirada. El apremio y la ilusión iniciales de un viaje sin rumbo van cediendo poco a poco a una sensación de extrañeza y desconcierto que me empujan a un improvisado asiento en el suelo. Postrado sin decoro alguno, observo los autocares, varados como leviatanes en su propia humareda, liberándose ordenadamente de la orilla asfaltada y cerrando las puertas con un bufido. Un pasajero desahuciado en tierra, que bien podría ser yo mismo, alza la mano desde el andén, en un último gesto de abandono y desmayo.

El saludo petrificado de mi compañero de naufragio me recuerda al de muchas estatuas imperiales: “el imaginario clásico encarnaba con un dedo alzado la auctoritas, la preeminencia social, del mandatario romano”, confirmo en la Wikipedia. Aumentada la imagen en  pantalla, el gesto del laureado auctor tiene poco de caudillaje y mucho de demanda patética, en el límite de la admonición o de la protesta pura, que reconozco en mis propias veleidades de autor y detecto ahora en el desconsolado viajante.

En estos momentos de abandono y contemplación sin objeto, la nuca en la pared y el culo sellado al suelo, pienso en mi presumida autoría, en mi doble condición de náufrago y soberano de un territorio sin más extensión que la de esta libreta, a la que confío mis notas y algún poemilla incauto; pienso, igualmente, en mis fotografías obligadas al rectángulo, en cuyo marco me empeño, osadía de osadías, en resumir el mundo. De este modo, sigo pensando para mi, con palabras que encierran promesas que encierran mentiras, o desde los destellos de una cámara con la que pretendo congelar un tiempo del que me finjo dueño, me defiendo, como puedo, de este mundo descalabrado; mundo que a sus múltiples pandemias (mares de agitaciones bíblicas, desajustes tectónicos injustificables, etc., etc.) añade la de la sobrepoblación de artistas, familia parásita de amplísimo espectro, en la que, se hace inevitable, debo incluirme yo.