Un
nuevo día inútil.
Confinado
en las cuatro paredes de una habitación cada vez más estrecha, dejo caer en la
mochila mi libreta y la pequeña cámara, decidido a un viaje sin destino ni otra
intención que la de distraer el tedio de una jornada que parece no avanzar.
Llego
a la estación perdido entre viajeros embotados que arrastran sombras y maletas,
aturdidos bajo el peso de un sol inclemente, vertical, que agota la mirada. El
apremio y la ilusión iniciales de un viaje sin rumbo van cediendo poco a poco a
una sensación de extrañeza y desconcierto que me empujan a un improvisado
asiento en el suelo. Postrado sin decoro alguno, observo los autocares, varados
como leviatanes en su propia humareda, liberándose ordenadamente de la orilla
asfaltada y cerrando las puertas con un bufido. Un pasajero desahuciado en
tierra, que bien podría ser yo mismo, alza la mano desde el andén, en un último
gesto de abandono y desmayo.
El
saludo petrificado de mi compañero de naufragio me recuerda al de muchas
estatuas imperiales: “el imaginario clásico encarnaba con un dedo alzado la
auctoritas, la preeminencia social, del mandatario romano”, confirmo en la
Wikipedia. Aumentada la imagen en
pantalla, el gesto del laureado auctor tiene poco de caudillaje y mucho
de demanda patética, en el límite de la admonición o de la protesta pura, que
reconozco en mis propias veleidades de autor y detecto ahora en el desconsolado
viajante.
En
estos momentos de abandono y contemplación sin objeto, la nuca en la pared y el
culo sellado al suelo, pienso en mi presumida autoría, en mi doble condición de
náufrago y soberano de un territorio sin más extensión que la de esta libreta,
a la que confío mis notas y algún poemilla incauto; pienso, igualmente, en mis
fotografías obligadas al rectángulo, en cuyo marco me empeño, osadía de osadías,
en resumir el mundo. De este modo, sigo pensando para mi, con palabras que
encierran promesas que encierran mentiras, o desde los destellos de una cámara
con la que pretendo congelar un tiempo del que me finjo dueño, me defiendo,
como puedo, de este mundo descalabrado; mundo que a sus múltiples pandemias
(mares de agitaciones bíblicas, desajustes tectónicos injustificables, etc.,
etc.) añade la de la sobrepoblación de artistas, familia parásita de amplísimo
espectro, en la que, se hace inevitable, debo incluirme yo.