miércoles, 5 de octubre de 2011


Ha comenzado una suave lluvia. Te balanceas en silencio, indiferente a la noche que se ha adueñado ya del patio y envuelve con un único manto de sombra los columpios. Levantas tu mirada con la luz de todas las galaxias y el brillo argentino de todos los amaneceres de Neptuno. En la rodilla tienes un accidente, me explicas, y Dar-Wader es fuerte porque, está claro, tiene el culo negro como las hormigas.

En mi vigilia apotropaica, acecho ceñudo la noche oscura,  atento a un posible ataque intergaláctico, a una invasión de tropas imperiales que asole nuestro endeble mundo. Pienso en el medio siglo que nos separa, en mi futura ausencia, en la frágil protección del testamento inútil que son
las palabras
que sacarás de esta botella
que lanzo al tiempo.

Colgarás, entonces, de las orejas
tu sonrisa de media luna
y dejarás que las estrellas
de este mismo cielo
alumbren el recuerdo del instante

en que mi mano se refugió en tu pelo.

El momento en el que, entre tú yo,
no había más distancia
que la que separa el corazón
de la palma de mi mano,

que es la medida de un abrazo.

El segundo infinito
en el que obtuve
la certeza de mi propio pulso
y del ritmo de tu respiración,

que son el rumbo del mundo.

Y seguirás vigilando  la lluvia por mi.