Ha comenzado una
suave lluvia. Te balanceas en silencio, indiferente a la noche que se ha adueñado
ya del patio y envuelve con un único manto de sombra los columpios. Levantas tu
mirada con la luz de todas las galaxias y el brillo argentino de todos los
amaneceres de Neptuno. En la rodilla tienes un accidente, me explicas, y
Dar-Wader es fuerte porque, está claro, tiene el culo negro como las hormigas.
En mi vigilia
apotropaica, acecho ceñudo la noche oscura, atento a un posible ataque intergaláctico, a una invasión de
tropas imperiales que asole nuestro endeble mundo. Pienso en el medio siglo que
nos separa, en mi futura ausencia, en la frágil protección del testamento inútil
que son
las palabras
que sacarás de esta
botella
que lanzo al tiempo.
Colgarás, entonces,
de las orejas
tu sonrisa de media
luna
y dejarás que las
estrellas
de este mismo cielo
alumbren el recuerdo
del instante
en que mi mano se
refugió en tu pelo.
El momento en el que,
entre tú yo,
no había más
distancia
que la que separa el
corazón
de la palma de mi
mano,
que es la medida de
un abrazo.
El segundo infinito
en el que obtuve
la certeza de mi
propio pulso
y del ritmo de tu
respiración,
que son el rumbo del
mundo.
Y seguirás vigilando la lluvia por mi.