Con el ánimo nublado
y extraviado en mis pensamientos, he vuelto un día más a este apeadero sin
gobierno, buscando no sé bien el qué. Avanza la mañana y apenas si quedan
autobuses en el pavimento desnudo; dos o tres figuras desorientadas se
tambalean en un asfalto requemado por el calor de un día nuevamente inútil.
Nubes de tormenta asoman, informes y sin gracia alguna, en lo que, hasta ahora,
había sido un horizonte despejado.
A decir de Montaigne,
Julio César, enfrentado a sus legiones amotinadas en la conquista de las
Galias, tan sólo opuso “la autoridad de su rostro y el orgullo de sus palabras”.
Añade el escritor francés que tan seguro se hallaba el militar de sí mismo y de
su fortuna que no temía confiarla a un ejército de sediciosos, en prueba de lo
cual acude a unas palabras de Lucano que describe cómo César:
“Se plantó sobre una
plataforma
de césped con el
rostro impasible y, por no sentir miedo,
se torno digno de
terror.”
La representación de
la auctoritas imperial en la estatuaria romana añadía al saludo del mandatario
latino una ramita de laurel que ceñía
habitualmente la efigie cesarina: “El uso de esta corona, propia, inicialmente,
de corredores y poetas, fue extendiéndose con el paso del tiempo a los éxitos
militares de los generales latinos. Consagrado a Apolo, valedor de las Artes,
arquero consumado y protector de rebaños, el laurel”, -amén de alimentar la
insaciable vanidad de su portador, añado para mi-, “se decía invulnerable al
rayo”, Wikipedia dixit.
El repaso de mis
notas me devuelve un eco de autoridad poética; envalentonado por mi lectura, y
escudado, porqué no reconocerlo, en mis laureles pararrayos –protegido, así, de
cualquier descarga celestial- camino con paso decidido hasta el centro de este
escenario sin público, alzo mi dedo imperial y, con un grito a las nubes,
reclamo el gobierno indiscutido de ese territorio, el de las cocheras, que,
desde hoy y para siempre, declaro sin sombras.
El cielo, ahora cubierto,
comienza a descargar una lluvia suave que me obliga a un trotecillo humillante,
de perro abandonado. Mi grito ha concitado a un grupo de empleados de
seguridad, de negro uniforme, arracimados como cuervos en la cancela de la
estación. En mi huida de fugitivo sin norte, sorteo como puedo a esa caterva
embrutecida, las frentes hundidas y los pulgares enfundados en pesados
cinturones, de los que cuelgan todo tipo de municiones y armas de la más alta
precisión y tecnología. Los galones estrellados de sus hombreras acreditan, de
modo indisputable, su autoridad sobre un territorio que, obligado es
reconocerlo, ya no me pertenece. Asumida mi derrota en la batalla, decido un
cambio de escenario y la búsqueda de alguna nueva frontera que ensanchar.