sábado, 7 de septiembre de 2013


Derrotado y humillado, una vez más, por la caterva infecta de perracos luciferinos que rodean el caserío y amenazan mis poéticos paseos. Algo tendría que haber anticipado, pienso para mí, al recibir por correo el admíniculo ultratecnificado espanta-bestias, extrañamente ligero, tengo que decir, y cuyo envoltorio venía ilustrado con un amable Lassie repeinado que nada tiene que ver con las fieras inmanejables, alopécicas y hediondas, a las que me enfrentó diariamente.

La cuestión es que esta tarde salí armado del aparato con la determinación de precipitar la batalla final. Alto en el cielo las ratoneras acompañaban mi caminata dibujando círculos alrededor del sol, voló pronto con ellas mi imaginación, recordando con feliz distracción las páginas de Tolkien leídas el día anterior a N. en las que el escritor describe el combate de las Águilas de las Montañas Nubladas, gigantescas rapaces aliadas del mago Gandalf  -cuya mirada podía enfrentar el sol sin un parpadeo, describe su autor-, con los terribles Wargos, oscuras alimañas lobunas asociadas a los trasgos y cuya evocación, cómo no, pronto me devolvió a la realidad carnívora y amenazante de los mastines.

Había transcurrido una hora larga sin rastro alguno del enemigo cuando, desistiendo ya de mi búsqueda, me encontré con tres de estas hienas pestíferas a las puertas mismas del caserón. No tenía plan alguno, tan sólo la confianza ilusa en el aparatejo del demonio, negro, ovalado y del tamaño de la palma de mi mano, que, una vez accionado, pensaba para mí, freiría los sesos a las fieras en un espasmo ultrasónico de dolor inconcebible. Apretaba yo, pues, el botoncillo de mi arma emocionado,  afectando estocadas con la osadía de un esgrimista acorralando a su contrincante. Las bestias recularon en un primer momento, desconcertadas, para, un instante después, pude observar con  absoluto horror, avalanzarse sobre mí enloquecidas. Apenas tuve tiempo de alcanzar la cancela y refugiarme como un banderillero timorato tras el hierro de la verja, arrojando a la cabeza de uno de los perracos babeantes el adminículo de plástico, perdido completamente el decoro y gritando soflamas al viento sin control alguno. En el frío de la derrota, humillado tras la verja salvadora, despojado de toda dignidad y sin resuello -vacíos los pulmones por el sobresalto y los gritos e insultos proferidos a las bestias-, descubrí a la vecina contemplando la escena de mi escarnio desde el silencio mayestático de su trono con sombrilla, atendiendo el percance con la concentración  de un árbitro de  tenis estudiando una jugada. En su estatismo de gárgola muda e inconmovible, la vecina arrugaba el ceño con falsa preocupación, esforzándose, acaso, pienso para mí, por contener una carcajada sideral que el temblorcillo de la barba delataba y que habría puesto punto y final, digo bien, punto y final, a nuestro pacto de silencio. “Hoy por ti mañana por mí" -pensaba para mí, no sin agitación, maldiciendo en mi fuero interno a la vecina robahigos y a la jauría asesina  escapada del averno, que continuaba aullando su triunfo a las puertas mismas de mi vivienda-. Hoy por ti mañana por mí.