Dedicaremos estas líneas a un sucinto análisis sobre las bestias
inmanejables del África toda, sobre su intemperancia y la escasa disposición al
encuentro que vienen demostrando desde que el hombre es hombre.
Son ya incontables las víctimas que han sucumbido al señuelo, a la
trampa seductora, de su lustrosa pelambrera. Científicos reputados e incluso
indígenas autóctonos han perdido la vida intentando acercarse, del modo más
amigable, a estos animales indómitos.
Al intento de una inocente caricia, o en la distracción y el feliz
curioseo desde un telescopio camuflado, sucede el zarpazo traidor de su garra asesina. Del amenazante filo
de sus colmillos dan cuenta numerosos estudios científicos que vienen a
corroborar el peligro mortal de una de sus dentelladas.
Del África ya nos es conocida la extensión de sus llanuras y la
inclemencia de sus vientos, que arrastran en su soplo la áspera arena de algún
desierto lejano. Sin el refugio de una sombra, el aventurero debe enfrentarse
al martillo de calor diario y al gradual abandono de sus porteadores, que huyen
cobardemente a sus aldeas en el silencio cómplice de la noche. Es por esto que
debemos estar agradecidos a los datos acumulados y a los prolijos estudios que
sobre las bestias africanas se han realizado hasta la fecha, resultado de no
pocos sacrificios humanos y del denodado esfuerzo de estudiosos y exploradores
cuya abnegada entrega no encontró mas premio, en muchos casos, que el fétido
aliento del mordiscazo fatal y último del que resultaron víctimas.
Una ramita pisada a destiempo por algún porteador inconsciente o el
volumen descuidado de una radio en el interior de una tienda de campaña pueden
resultar fatales y precipitar el asalto traidor, la embestida homicida, de un
grupo incontrolado de estas bestias salvajes, ávidas de vidas humanas y del
tierno pescuezo de sus dueños.