viernes, 5 de julio de 2013

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Shelley coronó uno de sus más alabados poemas con el tituló de  No despertéis a la serpiente, que continúa:   “…por miedo a que ella ignore su camino;/ dejad que se deslice mientras duerme/ sumida en la onda hierba de los prados…”. Versos inquietantes, pienso para mí, que parecen encerrar una velada conminación  al hombre a dejar que la naturaleza siga su curso, a evitar toda interferencia con el ciclo eterno, el tránsito de la vigilia al sueño, de la vida  a la muerte, etc. Así entendido, vuelvo a pensar para mí, en mi reacción la pasada noche huyendo de la vigilia y cediendo a la inconsciencia, con el mefítico reptilejo anidado en la nuca, demostré una notable intuición: quiero decir que, abandonándome al sueño (eludiendo, así, el enfrentamiento con la criatura del demonio) evité la colisión de los astros toda y quien sabe si mi propio deceso, que imagino ridículo y espantoso a un tiempo (petrificado mi cuerpo sobre el colchón, el rostro hundido en la almohada y mi organismo inerte congelado en un pasmo cuya explicación escaparía a los más avanzados sistemas de elucidación criminal; víctima inocente –continúo imaginando para mí, no sin emoción- de las fuerzas acechantes del infierno, de este Horla espantoso que se coló, de hecho, la pasada noche, en el calor de mis sábanas y en los vapores confusos de mi imaginación).

En el mismo orden de cosas, leo con sorpresa las evocaciones del criminal Moosbruger de Robert Musil, asesino confeso, ebrio de espejismos, que ilusiona una muerte a la altura de sus delitos y pendencias y que, en la atmósfera opresiva de su celda, “soñó que algo frío le había reptado sobre el vientre y había desaparecido después en el cuerpo; había gritado, se había caído de la cama y al día siguiente sintió todo el cuerpo dolorido”.