Shelley coronó uno de sus más alabados
poemas con el tituló de No despertéis a la serpiente, que continúa:
“…por miedo a que ella ignore su camino;/ dejad que se deslice mientras duerme/
sumida en la onda hierba de los prados…”. Versos inquietantes, pienso para mí,
que parecen encerrar una velada conminación al hombre a dejar que la
naturaleza siga su curso, a evitar toda interferencia con el ciclo eterno, el
tránsito de la vigilia al sueño, de la vida a la muerte, etc. Así
entendido, vuelvo a pensar para mí, en mi reacción la pasada noche huyendo de
la vigilia y cediendo a la inconsciencia, con el mefítico reptilejo anidado en
la nuca, demostré una notable intuición: quiero decir que, abandonándome al sueño
(eludiendo, así, el enfrentamiento con la criatura del demonio) evité la colisión
de los astros toda y quien sabe si mi propio deceso, que imagino ridículo y
espantoso a un tiempo (petrificado mi cuerpo sobre el colchón, el rostro
hundido en la almohada y mi organismo inerte congelado en un pasmo cuya
explicación escaparía a los más avanzados sistemas de elucidación criminal; víctima
inocente –continúo imaginando para mí, no sin emoción- de las fuerzas
acechantes del infierno, de este Horla espantoso que se coló, de hecho, la
pasada noche, en el calor de mis sábanas y en los vapores confusos de mi
imaginación).
En el mismo orden de cosas, leo con
sorpresa las evocaciones del criminal Moosbruger de Robert Musil, asesino
confeso, ebrio de espejismos, que ilusiona una muerte a la altura de sus
delitos y pendencias y que, en la atmósfera opresiva de su celda, “soñó que algo
frío le había reptado sobre el vientre y había desaparecido después en el
cuerpo; había gritado, se había caído de la cama y al día siguiente sintió todo
el cuerpo dolorido”.