Mantenía el taumaturgo Jerome, la pasada noche, que sus enredos y
triquiñuelas no son muy diferentes de mis fotografías, que ambos escenificamos
nuestros juegos y piruetas visuales, nuestros truquetes de ilusionistas y charlatanes -así dijo, ilusionistas y charlatanes- para un público engatusado y ávido de
espejismos. Continuaba, entretanto, el guiñol del negro Jerome en la azotea del
hotel, con los naipes nacarados saltando sobre el telón de oscuridad; danzaban,
igualmente, las órbitas saturninas de sus ojos, como pequeñas pompas
planetarias reventadas en el calor de la noche estrellada; y se columpiaba,
incansable, la ebúrnea sonrisa de su dueño, prestidigitador improvisado y fáustico,
confundida su negra piel aleteante con el negro embrujo de la noche jamaicana.
Evoco la velada con náuseas
y el estómago acalambrado, resacoso y mareado tras la nocturna sesión de
nigromancia, daikiris y psicoanálisis. No ayuda a mi congoja sartriana el látigo
de calor de esta mañana tropical, con 45 grados en la nuca y la Seven Mile Beach de Negril encuadrada en
mi objetivo mercenario, reducidas sus aguas y su cielo al rectángulo de mi cámara
fotográfica hechizante y falsificadora; obligado su dueño por contrato a
eliminar del cielo de la isla cualquier atisbo de nube intrusa, cualquier
pliegue incómodo que desdibuje el liso manto de arena hirviente en el que se
funden, en estos momentos, literalmente, mis pies. “Rehágase la luz y la luz se
rehará”, pienso para mí. Capturados Tierra, Mar y Firmamento en el laberinto
memorístico de mi Tarjeta de Desmemoria,
pasarán éstos la revisión del Dios Photoshop en el día décimo de mi regreso. Será
entonces momento de blanquear arenas y azulear mares en la pantalla del ordenador con la desfachatez de un
demiurgo arrepentido de su obra. Recibirá la revista cumplidamente las imágenes
sin mácula del codiciado Paraíso y el lector atolondrado, sediento de
ilusiones, aceptará sin objeciones la falsa crónica de este destino
inexistente, del espejismo acuático, reinventado y colorista, con el que este farsante travestido de
reportero continúa empapelando arteramente las paredes del universo todo.
J. me aguarda a la sombra de un bambú sentado sobre un tronco y
abanicándose con filosófico compás. Sobre nuestras cabezas, bailan al viento
las gruesas cañas de la gigantesca planta tropical, con sus troncos huecos y
abultados como puños chascando una sinfonía juguetona y envolvente: edén-que-te-den,
edén-que-te-den, edén-que-te-den…
Regresamos al coche con el fatigado caminar de dos feriantes tras la
función, una pareja de prestidigitadores abatidos por el calor y la derrota, una
vez más, de sus quimeras fáusticas. Ya en el interior del vehículo, accionamos
en toda su potencia el aire acondicionado, protegidos, además, de la radiación
asesina del exterior, por nuestras gafas solares. Expulsados del Paraíso y sin diablo al que vender nuestra alma, nos
acomodamos del mejor modo en este momentáneo Purgatorio, como dos sicarios en
espera de su víctima. En el exterior continúa el baile, ahora mudo, de las gruesas cañas;
saltan unas sobre otras las olas, lamiendo sin descanso la playa, enmarcada en
la luna de nuestro vehículo salvador, que ha reducido la pequeña bahía a una
pantalla silenciosa.
Desde el interior de nuestra cápsula frigorífica, con la estupefacción
de dos selenitas recién aterrizados, contemplamos el sordo espectáculo del mundo reducido a esta vitrina sin
volumen ni otro sonido que el eco de unos versillos del crepuscular Schumann,
leídos estos días, y que recito, no sin sentimiento, al noble Jerome, compañero
inseparable en este viaje iniciático en el mar del Caribe:
Nada cometí por cierto
Que me condene al destierro.
¿Porqué, entonces, el deseo
de perderme en el desierto?
Recibe Jerome mi canto apartándose las gafas y escrutándome con unos
ojos que sonríen con la tristeza húmeda y
antigua de un caballo herido.