miércoles, 12 de junio de 2013



Mantenía el taumaturgo Jerome, la pasada noche, que sus enredos y triquiñuelas no son muy diferentes de mis fotografías, que ambos escenificamos nuestros juegos y piruetas visuales, nuestros truquetes de ilusionistas y charlatanes -así dijo, ilusionistas y charlatanes- para un público engatusado y ávido de espejismos. Continuaba, entretanto, el guiñol del negro Jerome en la azotea del hotel, con los naipes nacarados saltando sobre el telón de oscuridad; danzaban, igualmente, las órbitas saturninas de sus ojos, como pequeñas pompas planetarias reventadas en el calor de la noche estrellada; y se columpiaba, incansable, la ebúrnea sonrisa de su dueño, prestidigitador improvisado y fáustico, confundida su negra piel aleteante con el negro embrujo de la noche jamaicana.


Evoco  la velada con náuseas y el estómago acalambrado, resacoso y mareado tras la nocturna sesión de nigromancia, daikiris y psicoanálisis. No ayuda a mi congoja sartriana el látigo de calor de esta mañana tropical, con 45 grados en la nuca y la Seven Mile Beach de Negril encuadrada en mi objetivo mercenario, reducidas sus aguas y su cielo al rectángulo de mi cámara fotográfica hechizante y falsificadora; obligado su dueño por contrato a eliminar del cielo de la isla cualquier atisbo de nube intrusa, cualquier pliegue incómodo que desdibuje el liso manto de arena hirviente en el que se funden, en estos momentos, literalmente, mis pies. “Rehágase la luz y la luz se rehará”, pienso para mí. Capturados Tierra, Mar y Firmamento en el laberinto memorístico de mi Tarjeta de Desmemoria, pasarán éstos la revisión del Dios Photoshop en el día décimo de mi regreso. Será entonces momento de blanquear arenas y azulear mares en la pantalla del ordenador con la desfachatez de un demiurgo arrepentido de su obra. Recibirá la revista cumplidamente las imágenes sin mácula del codiciado Paraíso y el lector atolondrado, sediento de ilusiones, aceptará sin objeciones la falsa crónica de este destino inexistente, del espejismo acuático, reinventado y colorista,  con el que este farsante travestido de reportero continúa empapelando arteramente las paredes del universo todo.

J. me aguarda a la sombra de un bambú sentado sobre un tronco y abanicándose con filosófico compás. Sobre nuestras cabezas, bailan al viento las gruesas cañas de la gigantesca planta tropical, con sus troncos huecos y abultados como puños chascando una sinfonía  juguetona y envolvente: edén-que-te-den, edén-que-te-den, edén-que-te-den…

Regresamos al coche con el fatigado caminar de dos feriantes tras la función, una pareja de prestidigitadores abatidos por el calor y la derrota, una vez más, de sus quimeras fáusticas. Ya en el interior del vehículo, accionamos en toda su potencia el aire acondicionado, protegidos, además, de la radiación asesina del exterior, por nuestras gafas solares. Expulsados del Paraíso y sin diablo al que vender nuestra alma, nos acomodamos del mejor modo en este momentáneo Purgatorio, como dos sicarios en espera de su víctima. En el exterior continúa el baile, ahora mudo, de las gruesas cañas; saltan unas sobre otras las olas, lamiendo sin descanso la playa, enmarcada en la luna de nuestro vehículo salvador, que ha reducido la pequeña bahía a una pantalla silenciosa.

Desde el interior de nuestra cápsula frigorífica, con la estupefacción de dos selenitas recién aterrizados, contemplamos el  sordo espectáculo del mundo reducido a esta vitrina sin volumen ni otro sonido que el eco de unos versillos del crepuscular Schumann, leídos estos días, y que recito, no sin sentimiento, al noble Jerome, compañero inseparable en este viaje iniciático en el mar del Caribe:

Nada cometí por cierto
Que me condene al destierro.
¿Porqué, entonces, el deseo
de perderme en el desierto?

Recibe Jerome mi canto apartándose las gafas y escrutándome con unos ojos que sonríen con la tristeza húmeda y  antigua de un caballo herido.