En la ciudad de Kingston, nuestro guía Jerome ameniza la velada con
juegos de manos. Flotamos en la azotea de este hotel jamaicano, separados por
diez plantas del tráfico noctámbulo y del “peligro y la inseguridad” –advierte
la guía- de la capital caribeña. Llega hasta nosotros, amortiguada, la nocturna
sinfonía de bocinazos y motores rugientes cuyo eco se pierde en largas avenidas iluminadas a empellones y sin
concierto alguno.
Los naipes aparecen y desparecen en la noche tropical, con el chapoteo
a nuestra espalda de algún bañista desvelado combatiendo el calor en la
piscina del hotel. La negra piel de J. se funde en un cielo igualmente
negro, sobre el que relampaguean los
cartones de la mágica baraja.