lunes, 10 de junio de 2013



En la ciudad de Kingston, nuestro guía Jerome ameniza la velada con juegos de manos. Flotamos en la azotea de este hotel jamaicano, separados por diez plantas del tráfico noctámbulo y del “peligro y la inseguridad” –advierte la guía- de la capital caribeña. Llega hasta nosotros, amortiguada, la nocturna sinfonía de bocinazos y motores rugientes cuyo eco se pierde en largas avenidas iluminadas a empellones y sin concierto alguno.

Los naipes aparecen y desparecen en la noche tropical, con el chapoteo a nuestra espalda de algún bañista desvelado combatiendo el calor en la piscina del hotel. La negra piel de J. se funde en un cielo igualmente negro,  sobre el que relampaguean los cartones de la mágica baraja.