martes, 2 de abril de 2013



Vacaciones en U. Lluvias bíblicas y algún que otro rayete de sol que se cuela, fugaz, entre los negros nubarrones.  Salgo por  las tardes al exterior aprovechando la frágil calma entre un aguacero y otro. Voy tecleando  en el ordenador mis ocurrencias primates, protegido de la nubes traicioneras por el  estrecho alerón del caserío, con la mesita cojitranca en la que me apoyo bailoteando al ritmo de mis palmetazos inspirados. Acompaña esta escena de trance creativo un pequeño animalillo inclasificable, una raposa o un zorrete, a saber, cuya visita vengo recibiendo esta última semana con cumplida regularidad. El animalillo aprovecha, como yo, la tregua de los cielos, se cuela en el terreno y trota animadamente hasta el ciruelo, en cuya base se entrega sin preámbulos al festín de fruta extendida por el suelo .

Bien podría tratarse de un alopeopileco, pienso para mí, cuadrúpedo descubierto al mundo por el insigne jesuita Atanasius Kichner, exégeta y vulcanólogo, quien atribuía el origen de este animal al cruce espurio de un simio con una zorra. Fanático defensor de la realidad histórica del Diluvio Universal, Kichner excluyó sin reparos del Arca bíblica a los animales clasificados por el propio estudioso como “infectos”, esto es, aquellos que surgían de la materia putrefacta, por ejemplo: “los que nacen de la exhalaciones del vino; los que nacen de la putrefacción de las plantas, como los gorgojos de las habas, los julos de las nueces y las arañuelas del lentisco; así como muchas otras especies de animales infectos –insiste el estudioso- que nacen de los excrementos de los animales vivos y de los cadáveres de los muertos: así, de los asnos y de los caballos nacen los tábanos”. Al listado de animaluchos execrables, Añadía  Kichner como ejemplo el de las lombrices y los reptiles “ya que entre ellos no hay una nota distintiva de sexo y nacen directamente de lo podrido, lo que se ha comprobado experimentalmente, por lo que no lo podemos dudar –concluía lapidario-”. A todo esto cabría añadir la máxima, expuesta en el mismo tono imperativo, por el gran Aristóteles, quien en su Generatio Animalum e Historia Animalum aseguraba que es una verdad patente, así decía, verdad patente, “que los pulgones nacen del rocío y los cocodrilos de los troncos en descomposición”.

El alopeopileco, entretanto, parece haberse tomado un descanso: sentado sobre los cuartos traseros, mordisquea con indolencia algún resto de ciruela, al tiempo que me escruta con la indiferencia de un adolescente mascando un chicle.

Kichner negaba la presencia en el Arca salvadora de cualquier animal que no fuera “cuadrúpedo de especie genuina”: a las puertas de la nave salvadora quedarían, pues, gorgojos, pulgones, tábanos y demás bichejos innobles; fuera quedó también, según el estudioso, el tragelafo (nacido contra natura del cabestro y la cierva), también  la leocrota (león y hiena), y fuera, por supuesto, el alopeopileco, que, aleccionado desde tiempos bíblicos contra el agua, pienso para mí, aprovecha este parón de las lluvias para devorar con pachorra frailuna las ciruelas de mi jardín.