Vacaciones en U. Lluvias bíblicas y algún que otro rayete de sol que
se cuela, fugaz, entre los negros nubarrones. Salgo por las
tardes al exterior aprovechando la frágil calma entre un aguacero y otro. Voy
tecleando en el ordenador mis
ocurrencias primates, protegido de la nubes traicioneras por el estrecho alerón del caserío, con la
mesita cojitranca en la que me apoyo bailoteando al ritmo de mis palmetazos
inspirados. Acompaña esta escena de trance creativo un pequeño animalillo
inclasificable, una raposa o un zorrete, a saber, cuya visita vengo recibiendo
esta última semana con cumplida regularidad. El animalillo aprovecha, como yo,
la tregua de los cielos, se cuela en el terreno y trota animadamente hasta el
ciruelo, en cuya base se entrega sin preámbulos al festín de fruta extendida
por el suelo .
Bien podría tratarse de un alopeopileco,
pienso para mí, cuadrúpedo descubierto al mundo por el insigne jesuita
Atanasius Kichner, exégeta y vulcanólogo, quien atribuía el origen de este
animal al cruce espurio de un simio con una zorra. Fanático defensor de la
realidad histórica del Diluvio Universal, Kichner excluyó sin reparos del Arca
bíblica a los animales clasificados por el propio estudioso como “infectos”,
esto es, aquellos que surgían de la materia putrefacta, por ejemplo: “los que
nacen de la exhalaciones del vino; los que nacen de la putrefacción de las
plantas, como los gorgojos de las habas, los julos de las nueces y las arañuelas
del lentisco; así como muchas otras especies de animales infectos –insiste el
estudioso- que nacen de los excrementos de los animales vivos y de los cadáveres
de los muertos: así, de los asnos y de los caballos nacen los tábanos”. Al
listado de animaluchos execrables, Añadía
Kichner como ejemplo el de las lombrices y los reptiles “ya que entre
ellos no hay una nota distintiva de sexo y nacen directamente de lo podrido, lo
que se ha comprobado experimentalmente,
por lo que no lo podemos dudar –concluía lapidario-”. A todo esto cabría añadir
la máxima, expuesta en el mismo tono imperativo, por el gran Aristóteles, quien
en su Generatio Animalum e Historia Animalum aseguraba que es una verdad
patente, así decía, verdad patente, “que
los pulgones nacen del rocío y los cocodrilos de los troncos en descomposición”.
El alopeopileco, entretanto, parece haberse tomado un descanso: sentado sobre los cuartos traseros, mordisquea con indolencia algún resto de ciruela, al tiempo que me escruta con la indiferencia de un adolescente mascando un chicle.
El alopeopileco, entretanto, parece haberse tomado un descanso: sentado sobre los cuartos traseros, mordisquea con indolencia algún resto de ciruela, al tiempo que me escruta con la indiferencia de un adolescente mascando un chicle.
Kichner negaba la presencia en
el Arca salvadora de cualquier animal que no fuera “cuadrúpedo de especie
genuina”: a las puertas de la nave salvadora quedarían, pues, gorgojos,
pulgones, tábanos y demás bichejos innobles; fuera quedó también, según el
estudioso, el tragelafo (nacido
contra natura del cabestro y la cierva), también la leocrota (león
y hiena), y fuera, por supuesto, el alopeopileco,
que, aleccionado desde tiempos bíblicos contra el agua, pienso para mí,
aprovecha este parón de las lluvias para devorar con pachorra frailuna las
ciruelas de mi jardín.