Me recibe en el trono de su consulta, administrando los silencios como un jerarca a su vasallo. Rendido el orgullo, voy soltando pequeños extravíos que la psiquiatra transcribe con aplicación en su ordenador: que si la autoestima, que si mi frágil sueño, etcétera. Al listado de mis protestas añado también la persistencia monótona del cielo todo, ya que estamos; y el compás inaprensible del Tiempo, con sus histéricos acelerones o su plúmbea morosidad; también denuncio el cúmulo inmanejable de falsos recuerdos verdaderos, el jarabe mareante de instantes, quién sabe si inventados, que voy archivando entre las paredes de mi cráneo exhausto. Confieso igualmente el deseo, así le digo, el deseo, añado, de ajustar mejor el foco de mi “yo” vagaroso y aturdido (como mi propia sombra, aclaro, a la que envidio la precisión de sus contornos, su baile infatigable y el desparpajo de cada uno de sus movimientos). Vengo a reclamar, concluyo, un certificado de mi existencia e individualidad: la constancia científica e irrefutable, así le digo, científica e irrefutable, ¡de que yo soy yo!.
La doctora responde a mis intervenciones con un silencio obtuso, de
manual de facultad, pienso para mí. Incómodo con todo el boato del consultorio
médico (el martilleo insufrible del teclado, los diplomas y certificados
exhibidos en la pared como cabezas
de venado momificadas, el plástico rebrillante de las plantas cegando la
escasa luz de la ventana y envolviendo la habitación en una penumbra
asfixiante, como de seminario mustio...), decido sacar mi libreta y, puesto en pie, resumir a la doctora, con
las palabras del ilustre Gog de Pappini, la sustancia última de todos mis
temores:
- “ ¿Y si la única cosa que creemos verdaderamente nuestra –el Yo –leo
en voz alta a la facultativa, congelada en su asiento por el pasmo- fuera tal
vez, como todo lo demás, un simple reflejo, una alucinación del orgullo?”…