El espejo me enfrenta a un desconocido en el que apenas encuentro
rastro de mi persona. Del otro lado del cristal, una especie de Iggy
Pop me observa circunspecto y resacoso, los ojos aureolados por pesadas sombras
negruzcas, magentosas por momentos y, aunque parezca increíble -pienso para mí,
acercándome, incrédulo, al espejo-, amarillas en los bordes mismos.
Todo ocurrió muy rápido. En la salida de una rotonda un vehículo
negro, grande y ultratecnificado, intentó adelantarme por la derecha. Un homúnculo subhumano encorbatado, todo aspavientos, me increpaba del peor modo en el retrovisor, asomando apenas la nariz por encima del volante. Del
sobresalto inicial pasé al enojo y en el primer semáforo decidí apearme del
coche -error fatal- y reclamar a mi atacante una explicación a su temeridad
suicida.
No recuerdo los golpes, tan sólo la imagen vaporosa de una especie de
harterófilo con piernecillas de costurera esclerótica, y la humillante garra de
su mano en mi cuello, repartidas ya las tortas, devolviéndome a mi asiento de
un empujón.
De este modo, con la nariz clavada a los sesos y ciegos los ojos por
el dolor y las lágrimas, conduje, como pude, al refugio de mi hogar. Mal
medido, venía diciéndome en el límite de la inconsciencia, mal medido, así decía
para mí.
Sobre el término homúnculo, leo en la wikipedia que se utiliza,
igualmente, aplicado a “una de las principales teorías sobre el origen de la
conciencia”, señalando con esta palabra
una parte concreta del cerebro cuyo cometido sería el de ser “tú”.
Y aquí estoy, desdoblada mi conciencia por los golpes de un orangután
con desvío hormonal, preguntándole al extraño que tengo enfrente de mi quién diablos
soy, sin obtener más respuesta que el silencio pétreo de esta esfinge gótica y
aturdida que me contempla ojerosa desde el espejo, desnuda como un molusquillo
fuera de sus valvas.