lunes, 7 de enero de 2013


El espejo me enfrenta a un desconocido en el que apenas encuentro rastro de mi persona. Del otro lado del cristal,  una especie de Iggy Pop me observa circunspecto y resacoso, los ojos aureolados por  pesadas  sombras negruzcas, magentosas por momentos y, aunque parezca   increíble -pienso para mí, acercándome, incrédulo, al espejo-, amarillas en los bordes mismos.

Todo ocurrió muy rápido. En la salida de una rotonda un vehículo negro, grande y ultratecnificado, intentó adelantarme por la derecha. Un homúnculo subhumano encorbatado, todo aspavientos, me increpaba del peor modo en el retrovisor, asomando apenas la nariz por encima del volante. Del sobresalto inicial pasé al enojo y en el primer semáforo decidí apearme del coche -error fatal- y reclamar a mi atacante una explicación a su temeridad suicida.

No recuerdo los golpes, tan sólo la imagen vaporosa de una especie de harterófilo con piernecillas de costurera esclerótica, y la humillante garra de su mano en mi cuello, repartidas ya las tortas, devolviéndome a mi asiento de un empujón.

De este modo, con la nariz clavada a los sesos y ciegos los ojos por el dolor y las lágrimas, conduje, como pude, al refugio de mi hogar. Mal medido, venía diciéndome en el límite de la inconsciencia, mal medido, así decía para mí.

Sobre el término homúnculo, leo en la wikipedia que se utiliza, igualmente, aplicado a “una de las principales teorías sobre el origen de la conciencia”, señalando con esta palabra  una parte concreta del cerebro cuyo cometido sería el de ser “tú”.

Y aquí estoy, desdoblada mi conciencia por los golpes de un orangután con desvío hormonal, preguntándole al extraño que tengo enfrente de mi quién diablos soy, sin obtener más respuesta que el silencio pétreo de esta esfinge gótica y aturdida que me contempla ojerosa desde el espejo, desnuda como un molusquillo fuera de sus valvas.