En el exterior de este centro comercial el cielo se extiende en toda
su geometría sobre el asfalto del parking. Devoro una hamburguesa emborronando,
al tiempo, la libreta, con mi escritura dispersa y aturdida, aleteando como un pajarete abismado sobre el blanco ígneo y cegador de la hoja. La
cristalera tamiza la luz del sol que envuelve en una grisura verdeamarilla mi
escritorio improvisado. Del otro lado del ventanal bailan silenciosos los arbustos al
compás de un viento invisible. Valéry criticaba de Pascal su incapacidad para “saber
mirar, es decir, olvidar los nombres de las cosas que se ven”. El acto de
contemplar bien podría ser esto, me digo, hipnotizado ahora por la callada danza de los hierbajos, dejar de aguijonear la realidad con
palabras que nada explican, colgar los guantes de este combate inútil y ceder a
la danza solazada... Para la filosofía védica, todo aquel que se eleva a través
del conocimiento destruye el bienestar del cielo. Dejemos, pues, a los dioses
acechantes, que todo lo vigilan, tranquilos en su refugio aéreo.
Detengo mi escritura y observo
el dibujo de las nubes sobre el mar celeste, el goteo de los coches
salpicados por el aparcamiento semivacío. Las
dependientas de esta cadena de comida rápida, tocadas con viseras de golfista,
barren los desperdicios entre las mesas con el silencio cómplice de una coreografía muda. Explicaba
Goethe que en cada cosa encontramos siempre una analogía de todo lo que existe
y que por eso “lo que existe se nos aparece siempre al mismo tiempo aislado y
entrelazado”. Bajo la campana de este firmamento infinito de extrarradio, donde
todo parece suspendido en el tiempo, cerrada la libreta, me sobreviene un repentino deseo de
silbar.