Recién descendido del taxi en la Von Karajan Platz, la primera visión a mi llegada a Salzburgo es la inquietante escena de un caballo encabritado
encapsulado en una urna de metacrilato. “La fuente de los caballos”, leo en la
guía, “fue construida a finales del siglo XVII en el lugar en el que se bañaban
los caballos arzobispales y representa a un domador intentando someter a la
bestia” - decididamente impedida para el salto por la celda de plástico que
la rodea-. Lo cierto es que buena parte de los monumentos de la
ciudad han sido igualmente protegidos por las autoridades locales, quién sabe
si en defensa de las deyecciones de las palomas o en prevención de un posible
ataque interplanetario. La imagen de toda esta profilaxis monumental produce al
paseante una creciente desazón. Tampoco ayuda la fortaleza de Hohensalzburg, símbolo
de la ciudad, continúo leyendo en la guía, homúnculo de piedra informe, pienso
para mí, gigantesco Calibán almenado suspendido del modo más amenazante sobre
el cielo de la ciudad y erigido, paradójicamente, en defensa de la misma por el
arzobispo Gerhard I en 1077.
Asciendo a la fortaleza por un empinado sendero: turistas
desfallecidos se dejan caer a uno y otro lado del camino; niños, en el límite
de la inconsciencia, se recogen implorantes en el regazo de sus madres o
forcejean con sus bolsos reclamando la Nintendo. Padres y maridos, entretanto, disparan sus cámaras en todas
direcciones, los brazos en alto y la nariz pegada a la pantalla. Un safari en
un zoológico, pienso para mí, al que me sumo disparando con mi propio
aparatejo de elucidación visual. El mar de brazos alzados, tan frecuente hoy en
el asfalto de todas las ciudades, se me antoja un desquiciado carnaval de
bienvenida a la temida invasión extraplanetaria..