miércoles, 5 de diciembre de 2012


Recién descendido del taxi en la Von Karajan Platz, la primera visión a mi llegada a Salzburgo es la inquietante escena de un caballo encabritado encapsulado en una urna de metacrilato. “La fuente de los caballos”, leo en la guía, “fue construida a finales del siglo XVII en el lugar en el que se bañaban los caballos arzobispales y representa a un domador intentando someter a la bestia” - decididamente impedida para el salto por la celda de plástico que la rodea-. Lo cierto es que buena parte de los monumentos de la ciudad han sido igualmente protegidos por las autoridades locales, quién sabe si en defensa de las deyecciones de las palomas o en prevención de un posible ataque interplanetario. La imagen de toda esta profilaxis monumental produce al paseante una creciente desazón. Tampoco ayuda la fortaleza de Hohensalzburg, símbolo de la ciudad, continúo leyendo en la guía, homúnculo de piedra informe, pienso para mí, gigantesco Calibán almenado suspendido del modo más amenazante sobre el cielo de la ciudad y erigido, paradójicamente, en defensa de la misma por el arzobispo Gerhard I en 1077.

Asciendo a la fortaleza por un empinado sendero: turistas desfallecidos se dejan caer a uno y otro lado del camino; niños, en el límite de la inconsciencia, se recogen implorantes en el regazo de sus madres o forcejean con sus bolsos reclamando la Nintendo. Padres y maridos, entretanto,  disparan sus cámaras en todas direcciones, los brazos en alto y la nariz pegada a la pantalla. Un safari en un zoológico, pienso para mí, al que me sumo disparando con mi propio aparatejo de elucidación visual. El mar de brazos alzados, tan frecuente hoy en el asfalto de todas las ciudades, se me antoja un desquiciado carnaval de bienvenida a la temida invasión extraplanetaria..