miércoles, 1 de agosto de 2012


Mecidos por las olas de la noche, contemplamos desde nuestra barquita los lametones de fuego del volcán Stromboli, que vomita cada diez minutos una llamarada de piedra roja y crepitante. Ruedan los pedruscos cloqueteando por la ladera hasta precipitarse en el mar con un susurro. 

Al amanecer nadamos a la costa; trepamos por la piedra negra de luz, batida sin descanso por el agua. Con nuestras manos y pies desnudos acariciamos los estratos de rebaba volcánica y uterina congelada en el tiempo y contemplamos los nudos de piedra informe, de una belleza abisal y cavernaria, que no debe nada a la mano fatal del hombre, a la triste caricia del animal-poeta que somos, pienso para mí,  que todo lo reordena y que todo lo anula.

Ayer noche, con el arco volcánico y anaranjado parpadeando en un cielo infinito de negrura, mientras el viento nocturno y ciego golpeaba el muro impenetrable del agua -sobre la que bailábamos indefensos en nuestra frágil barca-, me sobrevino la conciencia abrumadora de que el hombre no ha inventado el fuego. Huéspedes inoportunos de un teatro que no reclama nuestra atención, decidimos en los albores del cosmos, domesticar el fuego y activar esta danza insensata del tiempo y de la historia, de la soledad del hombre, de sus tropiezos de bestia enjaulada y ciega. Con nuestros artefactos creativos volvemos la mirada a nuestra inocencia primigenia, culpables de un delito para el que no encontramos indulto. “En el corazón de la forma se encuentra una tristeza, una huella de la pérdida. La talla es la muerte de la piedra”, escribe George Steiner.

En las cenizas del Stromboli, por cierto, Ingrid Bergman perdió toda ilusión de escapar a la celda de un matrimonio indeseado. De la película homónima, recuerdo vagamente a la actriz perdida entre vapores ígneos, desorientada en una noche de lava y ceniza, despertando a la luz de una mañana que condenaba toda esperanza de huida. “Somos reducidos a cenizas, sea cual sea el peso de nuestras esperanzas o la dignidad de nuestro dolor” (Steiner, de nuevo). Somos reducidos a cenizas.