En el
coche camino de U. Apenas incorporados a la autopista, N. suelta su primer
dardo de impaciencia: “¿Cuánto falta?”. Manipula un enorme reloj anaranjado enredado a su pequeña muñeca como la fatal serpiente al Árbol de la Ciencia. Voy
explicando al retrovisor el significado de la media esfera que nos queda por
recorrer, la aguja larga que, señalando al doce, coincidirá con nuestra llegada
dentro de media hora, así le digo, media hora. A mi iluminación pedagógica
sigue un minuto de silencio inquietante. Asoma, entonces, sobre mi hombro, la
esfera horaria con el doce alanceado con inmediatez absurda y la sentencia de
N., sin resto alguno de ironía: “Pues ya debemos de estar llegando”.
Luce
el sol en U. La sombrilla de helados ha recuperado la vertical y cobija en su
sombra a nuestra vecina, gendarme infatigable del barrio. R. tiene hoy el pelo
recogido en rulos de colores y
cubierto por una redecilla verde que le confiere un aspecto de rapero de
Baltimore. Vigila el entorno desde su trono sedente, como un mandatario
sumerio, las dos manos sobre el regazo y la mirada atenta a los contados
movimientos en el barrio. Los Testigos de Jehová han vuelto, subrepticios, al
ataque: pellizcada en la cancela, encuentro una revistilla de proclamas bíblicas,
ilustrada con imágenes de dioses barbados asomando entre nubes imposibles;
otras páginas muestran estllidos nucleares y soldados gritando con el rostro desencajado; aparecen, igualmente,
familias sentadas en el calor del hogar, el blanco almidonado de sus camisas
refulgiendo en cada viñeta y una sonrisa de maniquí cruzada en cada uno de sus
rostros plastificados, coronados por una rubia mata de pelo de geometría
perfecta e inverosímil. Miro por encima del hombro, atento a cualquier movimiento
en los alrededores, alarmado por la posible presencia de un enemigo al que creía derrotado. R., Gudea de
Lagash, mantiene su gesto mayestático y petrificado bajo su sombrilla, tan sólo
sus ojillos resabiados, dirigen el azul de su rayo en mi dirección. Si la
piedra hablara…