Asoma R. en el portón de la cocina exhibiendo, triunfal,
una lechuga de tamaño pleistocénico. Nuestra vecina aparece en ocasiones de este modo, como un súcubo rural con
la víctima descabezada al brazo, surgiendo sin previo aviso de la niebla baja
que acompaña el final de estos días en U. R. es dueña del caserío colindante al
nuestro, en cuya fachada principal luce una pequeña huerta que las lluvias de
estas semanas han convertido en una selva impenetrable. Una sombrilla de
helados Frigo, inútil en este verano de frío siberiano, aparece rendida con
melancolía al abrazo de las judías incontroladas. En el interior del caserón R.
conserva un pequeño museo alimentado con antiguos aperos de campo, fotografías
familiares y algún que otro cachibache indescifrable. En la ilusión de ir robándole
al tiempo estos pequeños fragmentos de la historia del lugar, nuestra vecina ha
ido conservando en un pequeño arcón el tesoro escrito de los suyos. Buceando en
la hojarasca apergaminada de postales, testamentos y escrituras, encuentro un
extraño cuaderno, apenas legible, selladas sus páginas por la humedad, y en
cuya cubierta aparece, borroso, el nombre del supuesto autor, que el destinte
del tiempo ha convertido en “Doctor Líbido”, o algo así. Leo por encima la
caligrafía densa y apenas legible de este cuaderno desmochado, y concluyo que
se tratan de unas notas de campo, devaneos de algún pariente lejano de R. que
el capricho del tiempo ha puesto en mis manos y a los que volveré con la atención
que merecen en estos próximos días.