lunes, 25 de junio de 2012

Asoma R. en el portón de la cocina exhibiendo, triunfal, una lechuga de tamaño pleistocénico. Nuestra vecina aparece en ocasiones  de este modo, como un súcubo rural con la víctima descabezada al brazo, surgiendo sin previo aviso de la niebla baja que acompaña el final de estos días en U. R. es dueña del caserío colindante al nuestro, en cuya fachada principal luce una pequeña huerta que las lluvias de estas semanas han convertido en una selva impenetrable. Una sombrilla de helados Frigo, inútil en este verano de frío siberiano, aparece rendida con melancolía al abrazo de las judías incontroladas. En el interior del caserón R. conserva un pequeño museo alimentado con antiguos aperos de campo, fotografías familiares y algún que otro cachibache indescifrable. En la ilusión de ir robándole al tiempo estos pequeños fragmentos de la historia del lugar, nuestra vecina ha ido conservando en un pequeño arcón el tesoro escrito de los suyos. Buceando en la hojarasca apergaminada de postales, testamentos y escrituras, encuentro un extraño cuaderno, apenas legible, selladas sus páginas por la humedad, y en cuya cubierta aparece, borroso, el nombre del supuesto autor, que el destinte del tiempo ha convertido en “Doctor Líbido”, o algo así. Leo por encima la caligrafía densa y apenas legible de este cuaderno desmochado, y concluyo que se tratan de unas notas de campo, devaneos de algún pariente lejano de R. que el capricho del tiempo ha puesto en mis manos y a los que volveré con la atención que merecen en estos próximos días.