jueves, 31 de mayo de 2012

Llego al célebre museo braceando entre un océano de asiáticos que fotografían con desenfreno al perro gigante, apostado en la entrada como un Godzilla de piedra al que la primavera hubiera cubierto de flores estridentes. Entre las cabezas distingo la gorra verde que F. me anunció al teléfono como seña de reconocimiento.

F. acaba de regresar de la selva amazónica, donde ha empleado varios meses en grabar el sonido “acusmático” de las bestias en la noche de la jungla. En el entorno selvático, me explica, el espacio se mide por el eco de los sonidos: una negrura de invisibilidad donde cada gesto animal esta orientado a la supervivencia o a la eliminación del individuo.

El fonógrafo -como se describe a sí mismo- lleva tres décadas recogiendo sonidos por todo el planeta utilizando el mundo como instrumento, así me dice, “mundo como instrumento”. En su proceso de reformulación de la realidad tangible, F. reivindica el derecho a una subjetividad que, a su juicio, la fotografía ganó para su causa hace ya siglo y medio. Me explica que en las audiciones de sus piezas –el sonido del viento entre los sauces de un bosque canadiense, el metal crepitando en un desmantelamiento industrial, el cruzamiento de las focas monje en Gibraltar o el deshielo de un río en Mongolia- el público persigue y reclama una fidelidad con la realidad que nunca ha sido su propósito. “Es como estar allí, me dicen”, añade con gesto irritado.

En las palabras de F. reconozco buena parte de mi propio debate: fotógrafo y fonógrafo compartimos, al fin y al cabo, la casi totalidad de nuestra genética lingüística. Ambos desarrollamos nuestro trabajo desde un fundamento de “percepción” sobre “el mundo como instrumento”, en oposición a la “invención” que habilita el lienzo en blanco o  la partitura en espera de sus notas. Hurtamos a la realidad sus destellos de luz y sus murmullos de silencio, y los devolvemos en la forma de imágenes alucinadas y de grabaciones imposibles.

Hemos dejados atrás el bullicio de los turistas nipones y caminamos por las calles de la ciudad, escoltados desde los escaparates por nuestro reflejos saltarines. Este carácter especular de nuestro trabajo como reflejo del mundo, pienso para mí al tiempo que escucho a F., es el que está en el origen del terrible equívoco por el que se asocia  (¡tremendo lío!) objetividad con sinceridad y subjetividad con impostura. Cuando lo cierto es que ya está todo dicho, y poco más se puede añadir; si acaso dar cuenta, sin muchas alharacas, de nuestras propias coordenadas vitales, nuestra propia singularidad; el punto que somos en este espacio infinito y que nadie más ocupa: atomillos de individualidad correteando por este tablero de reglas imprecisas.

Me despido de F. y camino de regreso al coche divagando, la escolta reducida a mi solitario reflejo en los ventanales de la ciudad. Sobre mi cabeza el paisaje de piedra de los edificios recorta con sus ángulos y siluetas un cielo que se apaga. Bajan los comercios sus persianas y cruza la gente los semáforos en un trotecillo impaciente, de final de jornada. Detengo el paso frente a  mi doble, congelado ahora sobre un escaparate de sanitarios, que la luz del final del día empieza a diluir. En la novela Open City, Teju Cole, enfrentado a su reflejo en un recuerdo de infancia, escribe: “To be alive, it seemed to me, as I stood there in all kinds of sorrow, was to be both original and reflection, and to be death was to be split off, to be reflection alone”. Pienso en estas palabras y pienso en la naturaleza de mis fotografías pintadas con la luz de tantas ausencias, pequeños certificados de ignorancia y defunción, aspavientos que reclaman la atención a los demás sobre mi singularidad impenetrable y que juegan a la explicación imposible de la singularidad de los demás.