La
velocidad aumenta sin control en cada vuelta. Corro hundido hasta la cintura en
mi propio surco. Sobre una reducida grada metálica, un grupo entusiasta jalea
en cada giro mi loca espantada: reconozco a mi vecina por su batín floreado,
animando mi carrera con una escoba que sacude fogosamente al cielo; puedo ver
también al jactancioso Marco Aurelio, que ha sustituido su gorra de yate por
una reluciente corona y un bastón de mando, acompañado de su inseparable
Julieta, la cantinerita, que a su bañador primaveral ha añadido un pompón
rosado, y que aplaude con fiebre adolescente; en un anacoreta desarrapado, y
descalzo de un pie, creo adivinar a Empédocles; a su lado, igualmente erguido y
mordiendo una manzana, está el pensionista abúlico, prestando una atención
inusual a mi carrera. A los pies del marcador que remata las gradas, Sancho y
Quijote, los agrimensores cervantinos, mudan con vértigo alocado los dígitos
que señalan mis incontables vueltas. El metal del graderío vibra con el fervor
del grupo, sobre el que destaca Bob Esponja, saltando incontrolado, los ojos
fuera de las órbitas.
Schopenhauer, inconfundible, una ceja en alto, asiste con escepticismo a
mi inmersión planetaria, alejado unos metros del grupo y sujetando incómodo a
su perro, que ha unido sus ladridos al aplauso de las gradas.
La
tierra me llega ya a los hombros; en escasos segundos pierdo de vista al grupo
y me abandono al loco empuje de
mis zancadas, atornillando con mi embestida el suelo impenetrable. Algo
encontraré en el descenso –pienso para mi-: saurios pleistocénicos, la
zapatilla chamuscada de Empédocles, el centro mismo del mundo o mi propia
imagen bailando al fuego, tanto da. Y como el Mombray de Shakespeare, grito al
cielo que se extingue sobre mi cabeza:
Atrás
dejo entonces el sol de mi tierra: viviré en las sombras de la noche eterna.